Las marismas

19-06-07.
TODAVÍA LA TARDE ERA UNA CASA deshabitada; sin manteles
ni sábanas. Ni siquiera las bandadas de ánsares cruzaban
las marismas en silencio, mecidas, verdes y olorosas, frente a
la ventana abierta. Una casa sin muebles ni visillos
ni cortinas; sin libros de aventuras en el velador bajo
el quinqué de plata, ni copa con restos de coñac y besos fríos

sobre la tapa del piano mudo, sin gramófono con discos de
Gardel o de Piazzola o de Oswaldo Pugliese. Sólo existía una
luz alta, como la de un escenario de teatro italiano
de provincia, de Siracusa o de Guantánamo por ejemplo.
Se podría decir que la tarde era como la muerte, si no fuera
porque la brisa, con un delicioso pecado venial, alzaba
la falda de las nubes que dejaban caer unas gotas
de inocencia.

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