La maldición de un cura romano

 

Hace poco más de un mes hicimos un viaje de varios días a Roma.
Tras llegar al aeropuerto y al hotel, nos dispusimos a callejear con el deseo de embebecernos con esta ciudad única. (Teníamos auténtica hambre de Roma). Y así lo hicimos, recreándonos en la Fontana di Trevi, en la Plaza de España o en la monumental Plaza de Venecia. Y para concluir la tarde-noche, una cena agradable en una trattoría próxima a la Fontana. Feliz jornada.

Al día siguiente, madrugamos para visitar los Museos Vaticanos y la Basílica de San Pedro. Más de dos horas de espera mermaron ya nuestra capacidad de resistencia. Las estancias se visitaban a una velocidad de vértigo porque el destino principal estaba allá en el fondo: la Capilla Sixtina. Apenas importaba la hermosura de la Estancia de la Signatura donde llegamos a asir, con Rafael Sanzio, una belleza esplendorosa de grandes horizontes en sosegado equilibrio. Qué pena que Rafael sea sólo la antesala del gran momento: el encuentro con Miguel Ángel. Un encuentro soñado por tanto tiempo que, cuando se alcanza, te deja como anonadado. Varios segundos sin respiración y una sala asfixiante de formas, volúmenes, colores, enigmas y misterios insondables. Un espacio abigarrado y exuberante en el que una fuerza terrible y sobrecogedora (la terribilitá) se enseñorea mostrándonos al gran dios Miguel Ángel (el verdadero dios de la Capilla Sixtina) rodeado de acompañantes de lujo, haciendo de héroes o dioses menores. Son el Perugino, Boticelli, Ghirlandaio, Pinturrichio o Luca Signorelli.
Y ese dios, Miguel Ángel, nos deja la imagen desasosegante de un Dios justiciero en el Juicio Final, como si Dios y justiciero fuesen términos compatibles y no la expresión de una Iglesia vengativa que hace teología del terror. ¡Menuda teología!
Menos mal que ignoramos la teología y nos detuvimos en el Arte en que se envuelve. (Bellísimo envoltorio para un contenido tan terrible). Gracias a la seducción ejercida por el Arte, pudimos estremecernos con los hercúleos personajes de Miguel Ángel, con la serena hermosura del radiante Rafael, con las esculturas romanas de inspiración griega y el inquietante Laocoonte, y con tantas otras muestras de riqueza incomparable que, por sí solas, en otro contexto menos resplandeciente, hubieran sido estrellas en aquella mañana luminosa de la Roma eterna.
Agotados físicamente y saturados de arte y belleza, nos dirigimos a reparar fuerzas en un restaurante próximo. Un camarero, con ademanes y florituras a lo Vittorio Gassman, nos ofreció una mesa a unos pasos de otra, ocupada por unos curas que parecían festejar algo. De inmediato pasó por delante de nosotros nuestro particular Vittorio Gassman que llevaba una gran bandeja con una pinta espléndida. Le pregunté por su contenido y me contestó que se trataba de un típico plato romano en el que se combinaban ternera, jamón, queso y tomate. «¡Qué bien comen los curas!», dije para mí. Y, a continuación, le solicité un plato para nosotros. «¡Patres! », entendí que dijo el camarero, «a los españoles les apetece un plato como el de ustedes». «Vale, pero si echan a Zapatero», contestó uno de ellos, dirigiéndose a nosotros. No sabía cómo interpretar la impertinente intromisión y, aunque no estaba seguro de la intención, contesté en voz alta: «¡Zapatero, buono!». Ahí creía yo que se zanjaba la cuestión. Podría ser una broma. Pero, al poco rato, el cura que había hablado antes, tras clamar por la catolicísima España (eso no nos es desconocido), se plantó ante nosotros y nos espetó de manera rotunda: «¡Sinvergüenzas!». La estupefacción no me impidió decirle que a quién se refería. La contestación fue fulminante: «¡A ustedes!». Una indignación, no precisamente santa, me recorrió el cuerpo. Y le devolví el insulto: «¡Usted es aquí el único sinvergüenza!. Y le exijo que se excuse». Varias veces le repetí mi exigencia, que no el insulto, hasta que tomó conciencia de mi enfado. Y, finalmente, me pidió excusas. Cuando volvió a pasar por delante de nuestra mesa, con todo el cinismo del mundo, nos deseó buen apetito, a lo que mi mujer respondió: «¡Gracias!». Cuando miré de nuevo a la mesa de los curas no había ni el más mínimo rastro de ninguno de ellos; se habían desentendido del conflicto.
La complicidad de los empleados se hizo entonces más explícita, menos disimulada que antes, lo que nos reconfortó, ayudándonos a proseguir con buen ánimo la visita a la Basílica de San Pedro. La espectacularidad de la columnata de Bernini y la cúpula de Miguel Ángel en el exterior, y el baldaquino con columnas salomónicas de aquél, y la Piedad del propio Miguel Ángel en el interior, entre otras maravillas, colmaron mi sed estética. Y la urna con el cadáver del papa bueno, Juan XXIII, pacificó mi espíritu, un tanto enturbiado por la grosería del cura.
Un autobús nos trasladó finalmente al hotel. Pero no acabaría así la jornada. Nuevas sorpresas nos esperarían aún. La voracidad me impulsó a seguir engullendo todo lo que supusiese arte y belleza. Recorrí la Plaza de la República y me dirigí a San Carlos de las cuatro fuentes. Cuando cruzaba un paso de cebra, varias motocicletas se abalanzaban, dejándome sin espacio. Inicié un pequeño sprint, que no pude culminar porque un pinchazo, parecido a un disparo, rompió las fibras de mi pierna, quebrando así las magníficas expectativas que nos hubieran aguardado los días restantes. Taxis y muletas aligeraron el desencanto, arrancándome el compromiso de volver otra vez a Roma.
Cuando mis amigos me preguntan cómo se me produjo la lesión, les digo en broma que la culpa la tiene Borromini, el gran arquitecto del barroco, autor de San Carlos de las cuatro fuentes; pero en mi fuero interno tengo la convicción de que un desconocido cura romano me echó la maldición un aciago día del mes de abril. La ira con la que procedió contra Zapatero y contra nosotros, que le defendíamos, sólo auguraba desdichas, y sus forzadas excusas ocultaban un anatema que despertaría los espíritus malignos. Y ese día, por desgracia, se tropezaron conmigo.
Cartagena, 28 de mayo de 2007.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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