Cada palabra con su perla

15-03-07.


[…]
Los recuerdos de los dos años que vivió en Murguía y Pamplona, al socaire de los hijos de San Vicente de Paúl, siempre conllevaron para Burguillos aromas de simpatía y gratitud. Nunca llegó a valorar debidamente la entrega de aquellos mentores ejemplares.

Y es que la criatura llegó a Murguía en 1935. Venía de un pueblecín reseco de Castilla, en tierras de pan llevar. Le admiraron la fachada del colegio y los castaños de indias, grandes y tupidos. ¿Albergarían nidos? Conocía la luz eléctrica, pero se asustó mucho la primera vez que tiró de la cadena. Llegaba muy atrasadico. Salvo las cuatro reglas, todo lo demás, muy poco: un disco que no comprendía. Infantil y muy dependiente: enmadrado. Su mundo, aparte el hogar como fondo protector y providente, eran sus perros, pájaros, la burra… el regato y la viña. Algunos compañeros y dos vecinitas de su edad.

En Murguía, Burguillos enhebró ya en el hilo de la vida las primeras convicciones. Por ejemplo, que los libros eran como bandejas de plata que ofrecen maravillas. Cosas que él no sabía. Y que había libros de todo. Y que todo estaba en los libros. Lo que pensaba es que los libros ¡se traían cada palabro…! Y además, el padre Marcos decía que cada palabra era como una almeja cerrada con su perla adentro. Y que había que coleccionar palabras… Retuerto le dijo que su tío el cura tenía un libro gordo como un misal. Que se llamaba "diccionario" y que traía todas, todas las palabras. Que él ha visto "coño" y "cojones". Este Retuerto…

También les habían dicho en una plática que Dios es nuestro padre y que por eso todos los hombres somos hermanos. Y a partir de ahí, las líneas maestras del cristianismo. Todo sensibilizado, hecho puré, cucharadita a cucharadita y a su tiempo, fue haciéndose poso en la conciencia de Burguillos. Para él, todo era una revelación.

Su casa había sido como una pequeña maceta, calentita. Y él había sido el bonsái mimado, pero sin tierra suficiente para nuevas raíces y nuevas ramas. Murguía acogió el trasplante. Sus progresos rápidos y sensibles se debieron a que sus potencialidades estaban intactas, constreñidas. Una encina en un búcaro. Y se expandió y halló tal gozo en su propio desarrollo que sus hambres de pan y de madre, y sus sabañones, se le hicieron soportables. Aprender y gobernar su conducta le tenía muy feliz.

El chipilín aquel del regato, que dialogaba con una borrica y que cuando llegó a la Apostólica se pisaba el cordón umbilical, sustituyó, encantado, perros y pájaros por palabras, versos y amigos… Satisfizo otras necesidades. Y ¡cómo crecía!

Años adelante, comprendería Burguillos en carne viva la eficiencia formativa, casi milagrosa, de la sinergia entre naturaleza y ambiente. Como el grano de trigo, que comporta virtualidades latentes y un impulso apremiante, una necesidad de crecer, de ser mies. La tierra le hace un hueco, lo cobija. Y el sol y la lluvia echan al aire la espiga. Él, Burguillos, era el grano de trigo. Murguía le albergó y con lluvia y sol, lo educó y le ayudó a crecer.

Y así, a lo tonto a lo tonto, atisbó su yo. Ya no era la prolongación de sus padres. La identificación fiel y muy limitada a modelos familiares se rompió sin traumas de inseguridad. Era capaz de vivir lejos de ellos… Y de hacer casi todas sus cosas bien. Rezar, mucho y muy alto. Las clases, ¡lo mejor de todo! La cama… no le quedaba muy apañada. Se atrevía a preguntar en clase. Y cuando pedían voluntarios para dar la lección, menos en Matemáticas, siempre salía. Tenía amigos, y pensaba que los padres lo querían. ¿Qué más, para sentirse contento?

A pesar de su retraso y consustancial inseguridad, enseguida descubrió y cultivó sus preferencias escolares. Y sin laboriosas dudas, Burguillos se inclinó por un comportamiento y unos amigos nada problemáticos. Embrionariamente apuntaba unas líneas de conducta muy a tono con las del esquema familiar y su idiosincrasia. Tarde, pero aún a tiempo, sus actitudes radicales fueron interferidas positivamente. Dejó de brujulear, buscando mentalmente oficios, profesiones, y se apuntó resuelto a ser paúl, como el padre Marcos, el padre Manzanal… Con cierto afán infantil que, sin duda, favoreció su sentido de identidad. Esa opción por el sacerdocio y la vida religiosa nunca se habrían de extinguir en su tormentoso brujulear.

Deja una respuesta