Maestro
23-01-07.
—¡Eh, me cag… en tus muert…!, ¡hijoput…! —se oye gritar en cualquier calle a algún chaval o chavala, crío o cría.
Y a los paseantes, gentes de bien, se les ponen los pelos como escarpias y alguno recrimina:
—¿Eso es lo que te enseñan en la escuela…?
¿En la escuela? ¿Por qué nombrar a la escuela y por extensión a sus profesores o profesoras; o maestros y maestras…? Eso lo enseñan las calles y lo enseña la vida cotidiana, la de la vecindad y el domicilio. ¿Por qué entonces esa salida, por otra parte ya manida de tanto utilizarla?
Pues porque se sigue pensando, se sigue creyendo ‑e incluso exigiendo‑ que la enseñanza ‑versus educación‑ sea cosa exclusiva de la escuela. Sí, que la escuela cargue con las responsabilidades que les corresponden principalmente y casi en exclusiva a las familias, a los padres. Es cosa ya casi de rutina considerar que todo pase a las manos de la escuela y sus profesionales (bueno, casi todo; porque cuando estos profesionales quieren de verdad hacer valer sus indicaciones, sus orientaciones e incluso sus exigencias respecto del alumnado, entonces ‑¡ah, entonces!‑ se les recuerda imperativamente quiénes son los padres y qué facultades y derechos tienen hacia sus hijos).
Hay un «sí, pero no» al respecto que, en suma, deja todavía más maniatado al profesorado, dada la indefinición social y jurídica en la que se desarrolla la actividad escolar. Y, entonces, no se sabe ya a qué arcano consultar para actuar sin equivocaciones ni fallos, que pueden resultar fatales.
En el ejercicio de mi labor docente y tutelar se me dice, precisándome bien, que esa es la regla de oro y que yo ando muy equivocado; «que el problema (y la responsabilidad) es totalmente mío durante las cinco horas que está el estudiante en mis manos». Y así, si este estudiante no quiere hacer nada, allá yo me las componga. (Si eso es así; si no logro hacer que él trabaje, será porque no lo hago yo bien en mi trabajo, claro). Pues deberé deducir lo que el vulgo y en común se piensa:
—¿Qué te enseñan en la escuela?
—¡Nada!
Y admitirlo como dato efectivo del fracaso de mi actividad.
Perfecto. Pues yo (y mis colegas varios y múltiples) demostramos lenidad en nuestro trabajo. Sea la culpa de este colectivo de profesionales y no del colectivo de padres y madres. Se logra, de esta simple y llana forma, que todo recaiga siempre sobre los mismos hombros, despejando el camino de las obligaciones paternales. Pero es que además (sí, sí, hay un además), durante ese horario en que se nos «cede» la responsabilidad «total» de alumnas y alumnos, está muy claro ‑debe estarlo‑ que esa responsabilidad y atención subsiguientes deben ser «exclusivas y personalizadas», individuales, tal que, aunque se tenga un grupo de discentes, no es un ente colectivo, no; es, a lo máximo, una suma de uno a uno, que demanda «su» atención concreta y determinada, unívoca, durante todo el periodo de tiempo de sometimiento escolar.
Así que habrá un doble fracaso del docente al no lograr no solo enseñar o educar al grupo que se le asigne, sino que tampoco ‑y es lo peor‑ lo habrá logrado con cada uno de los sujetos que integran ese grupo.
Rizar el rizo.
Encontrar la cuadratura del círculo debe ser más fácil (de hecho ya se ha descifrado la conjetura Poincaré, gran dilema matemático), porque nunca faltarán quienes desde sus poco saturadas cátedras o desde sus impolutos escritorios nos dirán que todo lo anterior expuesto es solo producto de la poca capacidad ‑si no franca ineptitud pedagógica de quien estas líneas escribe‑; y abonarán así las tesis ‑certezas‑ de la sinrazón de algunas secciones de progenitores muy enterados de lo que tienen que exigir (a los demás, no a sí mismos).
Pues es como escribir en la arena de la playa y como hacer prédica en desierto. Nada.