Carta a Eladio Garzón

13-11-06.
Querido Eladio:
Hasta muy tarde estuve anoche leyendo Así escriben los antiguos alumnos de la Safa de Úbeda. Creo que hay que agradecer el esfuerzo de Pablo Utrera, de José María Berzosa y de todos los compañeros que han dedicado su tiempo e ilusión para que este libro salga a la luz y recoja tanta gratitud y tantos recuerdos. Asombran hoy las trayectorias profesionales de aquellos muchachos que, nacidos en las capas más humildes de la sociedad de la postguerra andaluza, aspiraban a ser algún día maestros nacionales. ¡Cuánto miedo a la expulsión! ¡Cuántos sacrificios! ¡Cuánta disciplina! Y cuánta fuerza interior para superar dificultades, soñar con objetivos ambiciosos y ser capaces de alcanzar metas de ensueño.

Podría dirigir esta carta a cualquiera de nuestros compañeros, porque todos sus “curricula” lo merecen; pero te he elegido a ti como representante de todos nosotros por tu sencillez, tu estilo afable y tu indudable valía.
—¿Tú pensaste alguna vez que llegarías a ser Director del Área de Alta Inspección de Educación en Andalucía?
En mi pueblo, cuando venía el Inspector, todos los niños salíamos a recibirle con banderas y aplaudíamos al coche que le traía; y luego, en clase, estábamos en absoluto silencio, porque el maestro nos había dicho que aquel día era muy especial.
—¿Tú, realmente, creíste alguna vez que podrías llegar tan lejos?
Para mí, inspector era don Isidoro Vilaplana. Con sus trajes impecables, su sonrisa permanente, su coche, su amabilidad y el séquito de jesuitas que siempre le acompañaba.
A los maestros, en aquellos años de penuria, los mandaban a un pueblo que no era el suyo y les daban unas monedas para que pudieran pagar la habitación de una mísera fonda; o una cama, en el rincón de la casa de una viuda pobre. Y aquellos héroes de la educación veían cada mañana entrar a su escuela, fría y triste, con las paredes desconchadas por la humedad, a un tropel de muchachos mal vestidos y de edades dispares, que aprendían los ríos y los montes de España en viejos mapas colgados de un clavo que había encima de la pizarra. Y los maestros permanecían durante años en su escuela, ejerciendo su vocación, la más hermosa que en el orden humano puede brotar del corazón del hombre.
Por eso me alegra infinitamente que tú, como tantos otros, hayáis llegado tan alto por vuestra inteligencia, vuestra bondad, vuestro anhelo de saber y vuestro espíritu de sacrificio. Enhorabuena de todo corazón. Habéis superado a los que estudiaron en aquellos colegios caros, a los que no podíamos acceder y nos cerraban sus puertas, simplemente porque nuestras familias no tenían dinero.
Hace un par de días hablaba con Antonio Lara, que empezó vendiendo periódicos en Suiza a quince grados bajo cero y hoy es Catedrático de la Universidad de Lausanne. Me decía que un español había ganado recientemente la Cátedra de Lingüística de la Universidad de Neuchatel. Se llama Juan Sánchez, y a los doce años era alumno de la Safa de Villanueva del Arzobispo. ¿No es fantástico? La lista de muchachos como ellos sería interminable.
Este libro que hemos escrito es un testimonio extraordinario de la inquietud que aquellos profesores, con recursos tan escasos, fueron capaces de inculcarnos y sembrar en nuestros corazones. Por eso os admiro tanto a todos los que como tú habéis demostrado en la Universidad y en la vida, que la palabra maestro para nosotros tenía un significado maravilloso y especial. Y os admiro mucho más porque no he sido capaz de estar a vuestra altura. Y también admiro a los que en la escuela han educado con el ideario de esfuerzo, trabajo y honradez que nos infundieron. Me han impresionado especialmente las palabras de Ángel Henares, que debió superar tres convocatorias de oposiciones, aprobando en las tres. ¿No es increíble? Creo que además de los valores personales de cada uno, debemos a la Safa haberlos sabido utilizar con éxito y humildad.
En tu artículo, citas al doctor Octavi Fullat. Lo conocí al final de la década de los sesenta. Hacía muy poco que yo había llegado a Barcelona. Me matriculé en Filosofía y, tras unas diez horas de trabajo, asistía -cuando podía- a las clases, de seis a diez de la noche. Octavi Fullat, en una ocasión llegó a decir que «educar consiste en formar seres aptos para gobernarse a sí mismos y no para ser gobernados por el legislativo de turno». Dijo también que «si no hay Dios, todo está permitido» y, seguramente, por lo uno y por lo otro le obligaron a dejar su Cátedra de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona. Pienso que hoy más que nunca siguen vigentes sus palabras; y deseo de corazón que no volvamos a sufrir, jamás, la intolerancia que él hubo de sufrir.
Tuvimos una larga conversación sobre política y educación en su despacho del Colegio de los Escolapios de la Ronda de San Antonio. Le hablé de las Escuelas de la Sagrada Familia. Le dije que allí nos habían formado para discernir en libertad y para rebelarnos contra las injusticias. No nos han educado para Franco. Le debió gustar tanto lo que dije que me regaló varios libros y me animó a pasar el verano, junto a otros universitarios, en la comunidad cristiana del “Campo de la Bota”; una especie de “Pozo del tío Raimundo” a las afueras de Barcelona.
Así lo hice nada más finalizar el curso, porque escuchar a los que saben y reflexionar sobre sus opiniones es una medida saludable para elegir el rumbo y acertar en el camino. En el “Campo de la Bota” conocí a un sacerdote, hijo de una familia de la alta sociedad catalana, que vivió como un pobre entre los pobres. Fundó una escuela, “Chipen Talí” -que en caló creo que significa ‘Paz y Libertad’-, para enseñar las primeras letras a aquellos gitanillos negros por el sol y la sal de la playa.
Eran tiempos de acción y compromiso: el padre Llanos en Madrid; Natera en Córdoba; Mendoza en Úbeda; García Nieto, que estudió en las mejores universidades de Europa y América, militó en el Partido Comunista y murió, celebrando la santa Misa rodeado de obreros, en Cornellá. Todos ellos fueron jesuitas que nos dieron lecciones de generosidad inolvidables. Algunos marcharon a las misiones y murieron como mueren los misioneros: solos y abandonados en la mitad del camino, a la espera de otros que sigan sus pasos. Y la Safa tampoco en estos momentos, tan difíciles, fue ajena a la inquietud social y a la lucha que aquel momento histórico exigía.
He seguido con emoción el vídeo de José Jesús Aranda sobre las Escuelas. Las dificultades de los primeros tiempos y los logros, alcanzados con el tiempo, son especialmente hermosos. Por todo esto creo que la Safa fue un faro en la noche, cuya luz tenemos obligación de difundir hasta donde seamos capaces, para dejar constancia de su labor, de sus enseñanzas y de su ejemplo.
Un abrazo muy fuerte y enhorabuena.
Dionisio Rodríguez
Barcelona, 11 de noviembre de 2006.

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