26-10-06.
A Enrique Hinojosa, que parece que sabe de esto.
Si alguna peripecia de mi ya pretérito magisterio me ha hecho reflexionar sobre la condición humana, abarcando un campo mucho más amplio que el de la propia anécdota, ha sido sin duda ésta que me dispongo a contaros con toda la exactitud de quien todavía la tiene presente casi en sus más nimios detalles. Aunque recuerdo nombres y apellidos y aún encuentro por la calle a alguno de sus protagonistas, evitaré los verdaderos nombres así como la reiteración explícita de frases y situaciones que en aquel momento fueron realmente atosigantes.
Yo era maestro de quinto curso en el CP Cruz de Caravaca de Almería (hablamos de febrero de 1989). Era un buen curso, veintitantos buenos niños que yo llevaba como la seda, que me querían y con los que yo trabajaba a gusto, sintiéndonos todos privilegiados, yo por estar con ellos y ellos por estar conmigo. Allí no había voces, ni malos modos, ni peleas, ni bromas pesadas. Un curso ejemplar que aún recuerdo encantado.
La historia ocurre entre un lunes y un martes. En esa época todavía había clases por la tarde de lunes a viernes. Los niños solían llevar algún tipo de trabajo a casa y acarreaban unas carteras enormes claramente excesivas para el material que transportaban de casa al colegio y del colegio a casa. Daba pena verlos doblegados por esas mochilas, pero hasta los más enclenques las portaban con orgullo, transportando en ellas objetos totalmente innecesarios, en una estúpida exhibición no sé si de fuerza o de supuesta afición al saber.
Mis paternales recomendaciones para que evitasen tales cargas, habilitando en clase taquillas para el material, figuran entre mis pocos fracasos profesionales y que a este respecto han durado toda mi vida.
Decía que la historia empieza un lunes. Son las nueve de la mañana. Sol, buen tiempo. Entramos a la vez por la puerta principal, en el desorden aceptable de todos los días, los más o menos quinientos niños que forman el elenco colegial y algunos profesores rezagados, entre ellos yo. Como mi clase está abierta, los niños suben solos al aula que está en la primera planta, mientras yo me dirijo un minuto al despacho de la directora a preguntar algo. Subo a clase, «buenos días a todos», «buenos días, profe», me contestan con la cordialidad habitual y me voy a mi mesa del rincón, entre la ventana y la pizarra, para empezar el trabajo. Todos los niños están sentados, menos Javi que mira para todos lados entre las risitas de los más cercanos.
—¿Pasa algo Javi?
—Pues que me han escondido la cartera y no la encuentro.
—¿Cómo que te han escondido la cartera? ¿Qué tontería es esa, hombre? A ver, el que le haya cogido la cartera que se la dé y no perdamos más tiempo.
Risitas, niños mirando debajo de las mesas, unos acusando a otros, los otros a los unos, los más juran y perjuran que no saben nada; más risitas, el cachondeíllo subiendo y yo un pelín harto de una tontería impropia de mi clase y que me pilla descolocado total.
—A ver, Javi, ¿tú estás seguro de que te has traído la cartera?
—Pues claro, don Jesús; que le diga Rafa.
Sesión fatigosa de preguntas ante lo que parece la bobada graciosilla del compañero Rafa y respuestas risueñas del interpelado que por su tono uno no sabe si creer. No aclaramos nada.
Rafa confirma que Javi había traído la cartera y que la había colocado en el respaldo de su silla. Además no ha visto a nadie cogerla ni encuentra explicación a la misteriosa pérdida. Nos ponemos a mirar detrás de los armarios, dentro de los armarios, encima de los armarios. Son dos armarios metálicos grises que una vez contuvieron cosas de pretecnología. Nada. También miramos por las ventanas no sea que la hayan tirado fuera.
—¿No habrá entrado alguien de otra clase?
—Qué va; nadie.
Ya hemos perdido media hora. Decidimos aclarar el asunto más tarde, serenamente. Proseguimos la clase con aparente normalidad entre alguna que otra risita, que no hace sino acentuar mi desconcierto y una sensación de fracaso a la que no estoy acostumbrado. Le ruego a Rafa que coloque su libro en la divisoria de ambos pupitres para que Javi pueda seguir la clase. Le doy unas hojas para que tome notas y haga como pueda los ejercicios. Alguien le presta un bolígrafo.
A las once, recreo. Otro vistazo a la clase, por si la cartera estuviera en algún inexplorado rincón. Salgo al patio. No puedo menos de confiarle mi preocupación a algunos compañeros que, al oír la absurda historia, se ríen de mí. «Ya aparecerá cuando menos te lo esperes», me consuelan, divertidos con mi problema. Me paso el recreo pensando teorías inverosímiles, imaginando trayectorias imposibles para la cartera mágica, escondrijos maquiavélicos. Reconozco que estoy obsesionado.
De vuelta a clase y, esta vez en privado y totalmente en serio, vuelvo a interrogar a Javi y a su compañero Rafa. No hay duda: Javi ha venido con su cartera; la ha dejado en su silla; Rafa la ha visto. Nadie ha entrado de fuera; no han visto a nadie cogerla; nadie ha salido de clase.
Durante el almuerzo con los compañeros, en el comedor escolar, alguno me pregunta por la cartera. Me siento como un estúpido. Les divierte la situación y aprovechan para colocarme alguna parecida (?) experiencia personal, en la que supieron resolver el problema sin despeinarse. Yo, en cambio, no sé cómo salir del lío. No logro pensar en otra cosa. Me reprocho haberme entretenido con la directora, en vez de subir directamente a clase, como siempre. Presiento que la comida me va a sentar como un tiro. Todo junto.
A las tres, sesión de tarde y visita inesperada. Resulta que Javi no es del comedor escolar; come en casa y, como no podía ser menos, le ha contado a su familia el asunto de la cartera. Así que a las tres de la tarde, a las tres en punto de la tarde, me encuentro en la puerta del aula a la madre y a la abuela de Javi.
—Don Jesús, que me ha dicho el niño que le han quitado la cartera. (Esta es la madre. Una de esas señoras conscientes de sus derechos).
—Un momento. Que yo sepa, a Javi no le han quitado nada. Una cosa es que no encontremos la cartera y otra que se la hayan quitado.
—Sí, pero el caso es el mismo. El hecho es que mi hijo ha salido esta mañana de su casa con su cartera, que yo misma se la he dado; que se ha venido al colegio y que aquí le ha desaparecido; y como usted comprenderá, con el dineral que me han costado los libros, yo no estoy dispuesta a que esto quede así.
—Pues mire usted, señora; yo le puedo asegurar que ningún niño de mi clase es capaz de quitarle a su hijo la cartera. Seguiremos buscando, porque en algún sitio tiene que estar; pero por ahora no puedo decirle otra cosa.
—Pues la cartera tiene que aparecer y yo estoy dispuesta a ir donde haya que ir para que aparezca.
—Haga lo que usted vea señora. Ya le he dicho lo que hay.
Conocía yo a esta señora de otras ocasiones, pues el hermano mayor de Javi también había sido alumno mío, y sus reacciones no habían sido modelo ni de inteligencia ni de prudencia; pero en esta ocasión se la veía segura y en el fondo tenía razón: los libros valían una pasta. Pero, por otra parte, ¿quién quiere robarle a un niño unos libros usados a mediados de curso? La tal señora, que en otras ocasiones se había visto obligada a ceder, tenía ahora una baza indudable en su mano: su hijo había entrado en clase con una cartera llena de libros ‑y así lo atestiguaban todos los compañeros‑ y, ¡mira por dónde!, misteriosamente la dichosa cartera había desaparecido. La acusación hacia mí de desidia y falta de control estaba implícita y, sin decirlo, me estaba haciendo responsable a todos los efectos de la inexplicable pérdida y ¡me estaba amenazando! Y eso que no sabía lo de mi pequeña tardanza en entrar a clase.
La sesión de tarde la pasamos como pudimos; yo, realmente preocupado por un enigma al parecer insoluble, y los niños, percatándose de mi estado de ánimo, algo serios también, pero intercalando cuchicheos que me ponían más nervioso.
En realidad, la situación había empeorado respecto a la mañana, puesto que la lejana esperanza de que la cartera estuviera en casa, pese al testimonio de los compañeros que decían haberla visto en clase, quedaba cruelmente desmentida y, por si fuera poco, la actitud de la madre era abiertamente belicosa. Volví a maldecirme por el funesto retraso de la mañana que tan caro estaba pagando.
Me planteé claramente que la única salida posible era comprarle al niño unos libros nuevos, si es que era posible, a estas alturas del curso, encontrarlos en las librerías. Quizás los pudiera conseguir a través del propio representante de la editorial, aunque tardarían un tiempo. Incluso podía, mientras conseguía libros nuevos, dejarle los míos, los libros del profesor. Entonces no había fotocopiadora en el colegio y por ese lado no había salida posible. De una forma u otra, al día siguiente yo debía llevar una solución, costara lo que costara, pues, en definitiva, el niño estaba o debería estar a mi cargo desde el mismo momento en que entrara al centro; el niño y sus pertenencias. Y luego estaba el asunto de ese retraso mío que, por ligero que fuera, me quitaba toda la razón. Pero, por encima de todo, persistía el enigma. ¿Podría yo dar por zanjado el caso soltando simplemente las tres mil o cuatro mil pesetas de la cartera, mientras la explicación de su pérdida siguiera tan clamorosamente indescifrable?
Quedan en el secreto del sumario las tortuosas y laberínticas explicaciones que mi imaginación trató inútilmente de componer y que invariablemente se estrellaban contra los testimonios oídos o contra la lógica más aplastante. Me parecía imposible que me estuviera pasando algo así, pero mi perplejidad no podía ser pasiva. Era yo y sólo yo quien debía encontrar la solución; la solución a un absurdo, si dábamos como ciertos los datos. Y, puesto que se trataba de un absurdo, yo no tenía la solución; estaba indefenso.
A la mañana siguiente, martes, a las nueve en punto de la mañana entramos a clase e inmediatamente un crío:
—Don Jesús, Javi ha traído la cartera.
Esta historia que os cuento, a pesar del tiempo transcurrido, la conservo tan reciente y tan flagrante porque en cierto sentido significó un antes y un después, no sólo en mi relación con alumnos y padres sino respecto a la fiabilidad de nuestros sentidos en general. Lo que traducido al lenguaje corriente atañe directamente a la validez de los testimonios de terceros y de las decisiones, léase justicia en sus múltiples formas, que sobre esos testimonios se basen.
El alivio que supuso la inesperada aparición de la ya famosa cartera no solucionaba el enigma sino que abría nuevos interrogantes que sólo su descubridor y propietario podían desvelar.
Veamos, pues, la secuencia de los hechos reales y la consiguiente aclaración del enigma:
El viernes anterior, al salir de clase por la tarde, mi amigo Javi se pasó, como de costumbre, por una pastelería próxima para comprarse el cruasán que le servía de merienda y allí se dejó olvidada la cartera. A esa misma pastelería, a medio camino entre su casa y el colegio, volvió a por su cruasán el lunes de marras, al salir de clase por la tarde y naturalmente la dueña le recordó la cartera que había olvidado y que en definitiva el chaval recogió sin más, la llevó a su casa y la trajo el martes a clase. Fin.
Podríamos decir que la historia acabó felizmente; pero no es así, porque la única respuesta que tenemos es el lugar donde de hecho se encontraba la cartera, pero ¿qué pasa con aquellos testimonios que se daban por ciertos en base a la seguridad con que se pronunciaron?
O sea, el viernes, Javi había hecho el recorrido desde la confitería a su casa sin aquel muerto a la espalda y no se había dado cuenta. Había llamado a la puerta y había entrado sin aquel pesado bulto y nadie se había extrañado. Durante todo el fin de semana, sábado y domingo, aquella celosa mamá no había notado la falta de la dichosa cartera, y el lunes por la mañana, cuando le dio a su hijo el beso de despedida y el bocadillo para el recreo, le había cargado con un espectro de mochila. Y el propio niño tampoco se sintió raro a pesar de ir de vacío. De estúpidos es preguntar cuándo y cómo había hecho los cacareados deberes que su mamá solía exigirle cada tarde. A la abuela la disculpamos, por lo de la obediencia debida.
Cuando escribo estas líneas al cabo de tantos años, se me ocurre una solución maliciosa que, sin embargo, entonces ni me atreví a sospechar. Tal vez, cuando Javi volvió a su casa el viernes sin la cartera, no cayó en la cuenta de que la había olvidado en la confitería; pudo pensar que la había dejado en la escuela y, al no encontrarla el lunes en clase, empezar a pensar que se la habían quitado antes, o sea, el viernes.
Puede que a mediodía del lunes, al llegar a casa, vieran como la mejor solución presionar al maestro, esperando de él la solución que ya he dicho antes, es decir, pagar yo los dichosos libros. Si ponemos en juego la malicia, surgen explicaciones más o menos inaceptables, aunque posibles; pero lo más probable es que se trate de una ilusión óptica o de un comportamiento basado en la rutina. No lo sé.
Y ¿qué decir de todos los compañeros que habían visto a mi Javi dejar la cartera en la silla?
Los colegas que lean esto no se extrañarán de que la señora madre y la señora abuela, que tácitamente me culpaban y me amenazaban, apoyándose en las evidencias,no tuvieran tiempo de venir a excusarse. Tampoco Rafa comprendía cómo pudo ver aquel lunes sobre la silla una cartera que no estaba. A todos les hizo mucha gracia el incidente y yo me convertí desde entonces en un escéptico recalcitrante ante los juros y perjuros de más de un testigo fiable. De todo se aprende.
Un compañero me preguntó al día siguiente:
—¿Qué pasó al final con la cartera?
—Pues que el crío se la había dejado en la confitería el viernes anterior.
—Ya te lo decía yo.
—¿?
Alertado por este suceso, que realmente me influyó y me desconcertó tanto en su día, me he encontrado a menudo con casos semejantes del tipo «estoy seguro de que lo puse aquí», y consiguiente confirmación de otro «sí, yo también lo he visto» y luego, vaya usted a saber.
En el refranero está la solución:
PARA UN EMBUSTERO UN APOYAOR