«Lice, nosotros no necesitamos vivir en la misma casa ni en la misma ciudad para alimentar el cariño ni para envejecer juntos; ya nos encontramos alguna vez y celebramos los encuentros. Y entretanto, sabemos que andamos dispersos, donde debemos estar, y que envejecemos juntos en una misteriosa comunión».
“Yendo de camino”, por Juan Antonio Guerrero SJ,
en Jesuitas, n.º 79 – invierno 2003.
en Jesuitas, n.º 79 – invierno 2003.

Este concepto lo conocimos in illo témpore cuando nos hablaban de los usos de los cristianos de Roma que se reunían ocultamente en las catacumbas, bien para enterrar a sus muertos, bien para celebrar sus cultos. Se trataba de una comunión física, trascendida por el hecho misterioso de la transustanciación del pan y del vino.
De hecho, el término comunión se ha restringido al concepto religioso de tomar el sacramento del altar, cuya manifestación más popular se manifiesta en la llamada Primera Comunión. Los padres y familiares acuden al acto para ver cómo el niño o la niña, bien saca discretamente la lengua, bien pone la mano para recibir la hostia consagrada. Y qué guapo o guapa está, y el fotógrafo qué hábilmente les saca unas bellas fotos rentables, y cómo alguna de las acompañantes luce algún perifollo, y cómo todos se atiborrarán en un suculento banquete inmediato. A pesar de todas estas manifestaciones concurrentes, unidas por el suceso festivo, los participantes no advierten que están celebrando un acto común, una comunión. Allí, el único o la única que hace comunión es la criatura festejada: los demás son acompañantes.
Otra comunión espectacular se realiza todos los domingos en los campos de fútbol, viendo y animando al equipo de nuestros amores, en directo, o desde la indiferente barra de un bar. Este es un buen ejemplo para comprender la fuerza de la comunión: en el bar no estamos viendo el partido in situ, pero lo vivimos como si lo fuera, animados por el ardor del entorno de las personas que contemplan emocionadas las secuencias deportivas, convocadas por un mismo sentimiento.
Creo que es hora de retomar este significado y de aplicarlo adecuadamente en nuestra vida. Nos sentimos, estamos o vivimos en comunión, cuando coincidimos espiritualmente con alguien. Por eso, la unión es un concepto positivo que se opone al concepto negativo de la desunión, que implica indiferencia o, incluso, odio. Pero la comunión de la izquierda política no puede enfrentarse a la comunión de la derecha; igual que nuestra comunión europea no puede olvidarse de la comunión árabe. La comunión es y debe ser un talante, y nunca, una categoría inapelable e intransigente.
Si a ello le añades un contenido religioso, puede que esa unión resulte trascendental: ¡pero nunca será unión si faltas tú! Si no tengo a nadie junto a mí, no puedo unirme con él. Ahí está la clave de la comunión: lo próximo. (En el evangelio, el apóstol escribe el prójimo). Y lo próximo es todo el que vive, siente y padece algo parecido a lo que yo vivo, siento y padezco. Por eso nosotros, los safistas, estamos tan próximos.
Salvo lógicas excepciones.
Nota: La revista de la que he tomado la cita me la regaló el padre Mendoza en las Navidades de 2003, en una cariñosa visita, convocada inesperadamente por nuestra comunión safista.
07-04-04.
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