“Carretera y manta” fueron las notas que en tantos años y leguas de autoestop tomaba sobre la marcha. La premura por aligerar estas referencias me comprime a tomar de entre mil, cuatro recuerdos. Vividos al albur de cada día de aquel agosto en los tres mil kilómetros de ruta.
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Desde Cartagena hasta Alicante, con el alma de par en par… los Alcázares, Torrevieja, Santa Pola… yo no tenía ya dónde atesorar la gloria luminosa, azul, del Mediterráneo… Era reflexivamente conocedor de hallarme en las tierras donde cada día se levanta el sol. Tierras que al vestirse de novia nunca toman el blanco de la nieve ni de la escarcha. Se atavían con el albor perfumado del azahar.
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Las rodillas, torpes, inseguras… Por entre aquellos huertos y jardines la oscuridad se cargaba de olor espeso, dulzón, a madreselvas. El camino se nos hacía duro, sin fin… Agotados ya, dimos con una playa, recoleta, desierta. ¡Qué alivio soltar las mochilas…!
Apareció la luna gordinflona. Y dejó una luz misteriosa sobre la espalda dormida del mar. Sobre la arena blanda y acogedora derrumbamos nuestro cansancio… nuestras vidas. Le tocaba a Martos la plegaria breve de cada noche. Pisando la lengua blanca del mar, silenciosos, trenzados por la cintura, pasó delante de nosotros una pareja. Llevaban la luna liada en sus torsos desnudos… esculturales. Y Martos se perdió en el avemaría.
La brisa nos oreaba el sofoco del día. Y el susurro del agua nos durmió enseguida.
Antes de amanecer, Lara y Berzosa, con la guitarra, despertaron al sol. Y todos le vimos, recién lavado, espejeando sobre la mar, que estaba rizada como la sobrepelliz de un clérigo. Todo invitaba a un baño tonificante.
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El día quince de agosto, día de la Asunción, nos desviamos a Tabernes de Valdigna. Nos esperaban con el girasol gigante, artístico, de una espléndida paella. Trasegamos lo nuestro de tinto. Y creyendo que allí se acababa la geografía del hambre, alegres y sonrosados salimos para Valencia. La tarde era como un jarrón de cristal con su poso tenue de azul y muchos aromas camperos. Tahúllas enaguachadas, limoneros, naranjos… Cañas y barro, Sorolla y Blasco Ibáñez en el recuerdo. La barraca, el naranjal y el huertano con la luz y todos los verdes de la huerta valenciana uncidos a su yunta…
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Tendida sobre una roca, con sus encantos al aire del Mar Latino, como una adolescente provinciana, delicada y linda, nos esperaba Tarragona. Huele a campo, a mar, a soles antiguos, clásicos… Su cuerpo y su alma amasados están de murallas ciclópeas, de restos fenicios, fortalezas romanas, y de templos góticos… Y de niñas y niños que bailan twist.
Dormimos en la playa. Prieto, restregado el cuerpo en el regazo muelle de la arena, se duerme mejor. Y cada vez que nos despertamos, siempre hay una estrella desvelada sobre nosotros, tutelando nuestros sueños. Y las olas se rasgan sedosas, pausadas… con arrullos de nana.
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De camino a Puigcerdá, fatigado y solo, dejé la carretera y me senté al amparo de un plátano de tronco limpio… Estaba sumido en un valle increíble… Un campanario escondido agitó pausadamente el silencio. Me pareció que todas las cosas, transidas por las vibraciones del metal, cobraban vida. La hora y el paisaje se me antojaban profundamente bellos, poéticos… Todos los campanarios del valle parlotearon, haciendo de bronce del atardecer.
Angelus Domini… De nuevo el silencio sereno, sentido, se posó en el valle. Sin advertirlo, el sol se me escapaba ligero. Me esforcé por aprisionarlo vivo, ígneo, redondo… Y cuando quise hacerlo estampa en mis notas de viaje, no encontraba palabras para su luz. Ni tampoco para prender el alma del valle. Demasiado grande todo, se me escapaba, dejándome anhelos imprecisos…
Por un declive hondo se despeñaba un río blanco de balidos. Y un gañán apremiaba a las vacas, decorativamente esparcidas en el paisaje. La tarde, vencida, se musicalizó de esquilas, balidos, canciones y cencerras… Fue una tarde pastoril. Y mucho me costó hacerme de nuevo a la carretera, que ya la noche se anunciaba también en los prados azules con sus esquilas de plata. Hube de forzar la faena. Y un bendito mosén fue el ángel de Dios. Me invitaba a cenar y a pernoctar en su casa. Y si a mi devoción le pluguiere, a compartir el rezo del santo rosario. Se lo agradecí vivamente. Pero yo debía de llegar a Puigcerdá para tranquilizar a mi gente. Me conformaba con que me acercase a la gasolinera más próxima, que ya era de noche…
Mosén consultó el reloj… Y, sin pensarlo dos veces, me dijo “hacer el bien a un hermano, barato es si sólo exige cuarenta kilómetros”. Y me llevó a Puigcerdá.
El día uno de septiembre, con un día más de los previstos, en Madrid, nos despedimos. Fue a la puerta del metro, en la Plaza de España. El punto final fue un abrazo en silencio. Habían sido muchas horas, muchos kilómetros juntos, compartiendo hambres, sueños y caminos, sin un mal gesto.
22-09-04.
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