El aceite de oliva, alimento de la civilización

El consumo de grasas por el hombre es absolutamente necesario para su desarrollo y para el mantenimiento de la salud. Esa exigencia, con ser importante, no es exclusiva de este principio inmediato; pero lo que sí lo diferencia de los demás es que las grasas modifican en gran manera las cualidades organolépticas de los otros alimentos cocinados con ellas ‑no hay más que degustar unas patatas cocidas o asadas y compararlas con otras fritas para entender la afirmación anterior‑. Esas dos cualidades hacen que las grasas estén presentes en la alimentación humana, pero su naturaleza y la forma de consumirlas es diferente según la cultura de que se trate.

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La comida del espíritu

A todos mis compañeros y profesores de la Safa con los que, por los años sesenta, coincidí en la etapa más importante de mi formación y compartí ilusiones, muchas ilusiones.
La dieta alimenticia de mi colegio la ajustaba un profesor de ciencias naturales que era veterinario, y quizás, por ello, era una dieta bien ajustada en principios inmediatos y calorías, aunque como la de cualquier ganado, también era la más barata del mercado. El menú resultante no podía ser otro que muchos garbanzos, lentejas, patatas, pan, aceite de oliva –que mi colegio estaba en Úbeda y ésa es tierra de aceitunas– y leche en polvo, aquella de los acuerdos entre Franco y Eisenhower. Como verdura, lechuga con todas sus hojas, las blancas y las verdes. Sólo un día en todo el año se comía jamón, el día de la Inmaculada, y es que los jesuitas siempre han sido maestros en eso de asociar símbolos, en este caso los de la excelencia.

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Los garbanzos y la unidad de España

A mi querido y antiguo compañero Alfredo Rodríguez Tébar, que culpa a los garbanzos de la baja estatura que tenía nuestro equipo de baloncesto por los años sesenta.
Brian Sewell, asesor de la galería Christie y uno de los críticos de pintura más prestigiosos de Europa, escribía no hace mucho en “The Evening Standar” que gran parte de la pintura abstracta de los últimos años ha consistido en una gran superchería.

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Los garbanzos, los ángeles y el imperio

A mi amigo Diego Rodríguez, pregonero de ilusiones y encantador de niños, con el que compartí infinitos cocidos de ensueños en mi adolescencia.

Jaime de Armiñán escribía hace algún tiempo un acertado ensayo sobre la moda. En el artículo nos contaba cómo la mujer de hoy, en su afán por distinguirse, es capaz de usar zapatos de coja o chaquetas encogidas. Pero sobre lo que principalmente reflexionaba Armiñán era sobre los ángeles, concluyendo que estaban pasados de moda.

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Vino tinto con sifón

Dice Luis Racionero que entre las variables más visibles de la cultura mediterránea están las plantaciones de vid y olivar, las construcciones con teja moruna curvada y la presencia, en la acera de las calles, de mesas y sillas donde se hacen libaciones y se conversa animadamente sobre cualquier tema. Esas libaciones, hasta hace poco tiempo, eran de vino si la religión de los contertulios era judía o cristiana, o de té si era musulmana.

El vino y la palabra compartidos, teniendo las estrellas como techo, han sido elementos culturales de la civilización que produjo el arte griego y el derecho romano, es decir, Europa, eso que muchos cursis creen que está de los Pirineos para arriba. Pero las culturas tienen las cualidades de los seres vivos: nacen, crecen, se reproducen y mueren; y actualmente, sin que sepamos muy bien por qué, la cultura del vino y la palabra ha sido substituida por la cultura del alcohol (ginebra, ron, güisqui…) y el ruido, con lo cual el sentimiento compartido y el pensamiento han sido cambiados por la soledad y la alucinación.

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Los poderes mágicos del vino

Corría la década de los cincuenta cuando el doctor Fleming, descubridor de la penicilina, fue invitado por un grupo de toreros a visitar Andalucía. Cuentan que entre los lugares a los que fue llevado estaba Jerez y sus bodegas. En una de ellas se le sirvió un magnífico fino y, una vez que lo hubo probado, los anfitriones, orgullosos de sus caldos, le requirieron su opinión, a lo cual el científico contestó:

—Es evidente que la penicilina cura a los enfermos, pero este vino resucita a los muertos.

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