Los poderes mágicos del vino

Corría la década de los cincuenta cuando el doctor Fleming, descubridor de la penicilina, fue invitado por un grupo de toreros a visitar Andalucía. Cuentan que entre los lugares a los que fue llevado estaba Jerez y sus bodegas. En una de ellas se le sirvió un magnífico fino y, una vez que lo hubo probado, los anfitriones, orgullosos de sus caldos, le requirieron su opinión, a lo cual el científico contestó:

—Es evidente que la penicilina cura a los enfermos, pero este vino resucita a los muertos.

Hace poco la revista médica Neurológica publicaba la noticia de que los bebedores habituales de vino tienen menos riesgo de contraer la enfermedad de Alzheimer que los abstemios. Muy poco antes las universidades de Illinois, Complutense y Stellenbosch habían asombrado a la comunidad científica al descubrir que el vino contiene unas sustancias (resveratrol, quercitina, catequina y epicatequina) protectoras contra el cáncer. Por otra parte el profesor Saint Lager, en unos exhaustivos estudios realizados en Francia sobre bebedores de cerveza, vino y licores ha podido concluir que en ese país se puede atribuir al vino la escasa mortalidad debida a problemas coronarios. Noticia que confirma la ya publicadas por los profesores Grande Covián y Van Velden: «los individuos que consumen entre uno y cuatro vasos de vino al día viven más años que aquellos otros que no beben ninguna copa».

Vienen estas opiniones a alegrar el ánimo de todos aquellos que disfrutamos con un buen vaso de vino, y a los cuales la OMS (Organización Mundial de la Salud) nos había acongojado al desaconsejarnos, «por su peligrosidad para la salud», la más mínima libación —ni tan siquiera una copa comiendo—.

Es evidente que con el vino ha pasado lo que ya ocurriera con los garbanzos, las sardinas, el aceite de oliva… y es que algunos científicos pretenden que millones de consumidores de un determinado producto, durante miles de años, deberían tener menor certeza en la bondad de su alimento que un experimento publicado en un Journal cualquiera. Al final la ciencia termina siempre por desvelar las razones del conocimiento empírico, y en el caso que nos ocupa se está demostrando, día a día, lo excelente del vino tomado con moderación.

Pero hay en todo esto algo difícil de entender. ¿Cómo es posible que el pueblo sencillo conociese ya, hace miles de años, el poder salutífero del vino que ahora se descubre en complicados laboratorios científicos? La respuesta debe estar en nuestro culto a la amistad y la picaresca, características propias de las tribus mediterráneas. Para resolver nuestros problemas los españoles siempre hemos preferido recurrir a un Santo amigo antes que tratar de solucionarlo mediante la investigación y el esfuerzo.

—¿Cómo va a ser lo mismo la eficacia de un investigador que la recomendación de mi Santo protector ante el Altísimo?

En el caso del vino las recomendaciones para su consumo nos las dio San Isidoro a los españoles en el siglo VII, que aconsejó a los monjes beber tres vasos de vino al día para conservar la salud. Mil años después del anterior consejo ya se había comprobado suficientemente dicha recomendación, como constata uno de los padres de la medicina española, el doctor de Llerena don Juan Sorapán de Rieros, que en su tratado sobre la salud escribe lo siguiente respecto al vino: «Bebido con discreción es alimento salubérrimo y muy sustancial para el ánimo y cuerpo… despierta los ingenios, hace graciosos poetas, alegra al triste melancólico… restaura instantáneamente el espíritu perdido, alegra la vida y conserva la salud… Por solo una virtud debe ser celebrado y amado de todo el mundo y es que inclina a los próximos a que se amen recíprocamente unos a otros, conciliando amistades aún entre los enemigos capitales».

No hay química capaz de explicar el amor ni mucho menos hay medicina capaz de provocarlo; mágica debe ser, por tanto, cualquier sustancia que a él propenda y mágico debe ser el poder del vino cuando al amor nos conduce.

09-12-03.

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