(Carta abierta a don Jesús María Burgos Giraldo).
Parece como si te viera, a través de la rendija de la puerta del comedor de profesores, untar de mantequilla y espolvorear de azúcar una ristra de cachos de pan sobrantes de la cena.
Cuando todos se habían marchado, tras una agotadora jornada, tú permanecías sentado, embadurnando aquellos trozos que, al acabar, metías en las alforjas de tu chaqueta, que un día fue gris y que ahora había adquirido un lustre especial de amor y de grasa. Cumplías así una de las bienaventuranzas, consciente como eras de que nuestra alimentación no era precisamente sobrada. Pero no porque creyeras en la necesidad de la observancia evangélica, sino porque habías decidido dar lo mejor de ti mismo: el candeal que brota del corazón. Sin pensar en misiones y objetivos, destilabas el néctar de tus sentimientos con la naturalidad del hacer cotidiano.
Y luego, con voz queda y andares sigilosos, llamabas a mi camarilla, como a la de tantos otros, para ofrecerme ese cacho de pan que alimentaba el cuerpo y el alma. Sin duda me habías visto más enclenque y desvalido, más necesitado de protección.
Pero, frente al hambre física que contribuías a calmar —paradojas de la vida—, nos metiste en el cuerpo un hambre de cultura y de saberes insaciable. El universo de los conocimientos se agrandaba hasta hacerse inabarcable. Y nos hacías abrir los ojos hacia dentro y hacia fuera, deteniendo en la retina las chispas o los fogonazos que nos encandilaban. El teatro, la declamación, la poesía, la revista, el atletismo, el fútbol, el baloncesto… y también los sentimientos, la solidaridad, la compasión, el compañerismo, la hermandad, la competencia, el esfuerzo, la emulación, la generosidad, la constancia, la imaginación, las ambiciones y ensoñaciones… iban ahormando nuestra personalidad, nuestra formación intelectual y humana, sin que reparásemos en ello. A pequeños empujones, ayudabas a moldear nuestro carácter por fuerza acomodado y falto de rebeldía (ya te conté las razones de nuestro espíritu sumiso). Y nos íbamos haciendo más hombres, más responsables, más fuertes, más tolerantes…
¡Ah, la tolerancia!. Concepto desvaído, esquivo, controvertido, mal entendido y de difícil cumplimiento que tú ofrecías con creces, sin imposiciones. Eras demócrata en un entorno autoritario y dogmático —y no es baladí el juicio—. Te adelantaste a tu tiempo o, más bien, completaste las ausencias de una pedagogía intuida cuyo espíritu se asentaba en el humanismo renacentista —más que en el cristiano—, en la Institución Libre de Enseñanza, como creo que ha apuntado algún compañero, y en el krausismo, con ribetes añadidos de socialismo utópico y algunos chispazos rusonianos. Y todo esto sin mesianismos encubiertos ni fingimientos interesados, sin beateríos de los que nos saturaban hasta el hastío. Por derecho, como dicen los flamencos y como también pensáis por vuestras tierras.
Escultor y modelador de almas, tenías la seducción de la palabra y del gesto, o de la palabra acompañada de gestos y de hechos, porque la palabra sin gestos se convierte en retórica huera; y tú, sin embargo, añadías a la brillante retórica ese soplo de bonhomía que nos encandilaba y nos convencía. Sencillamente, eras auténtico y la autenticidad difícilmente se finge sin ser pillado en renuncio.
Te seguíamos porque eras uno de los nuestros, el mayor de todos nosotros. No necesitábamos hacer un pacto de sangre y de familia porque sabíamos que estábamos en la misma trinchera.
He procurado reflejar, como en un espejo, el modelo que tú me ofrecías y, sin darme cuenta, mutatis mutandis, he intentado brindar a mis alumnos la filosofía de la entrega, del cariño, de la comprensión y de la tolerancia, que aprendimos de tu generosidad sin límites. Tu legado lo convertí, con mis limitaciones, en patrimonio personal. Y llegué a la convicción de que sin amor puede haber un profesional de la enseñanza, pero no hay maestro.
Cuando, más o menos tenía ensartada esta carta, he recibido tu libro luminoso y lo he devorado con hambre de amables nostalgias que, a estas alturas de la vida, dulcifican el alma (ya sabes que soy un irremediable sentimental). Un libro lleno de ironías, de rebosante belleza en la forma y de honda filosofía en el fondo, con desasosegantes dudas y misterios —el tributo de la inteligencia (los necios no dudan)—.
Tu inquieto romanticismo, más propio de caballero andante, ha desbrozado caminos que otros hemos utilizado en nuestro itinerario.
A pecho descubierto, te ganaste confidencialidades, afectos de almas agradecidas y entregadas, que intuíamos, más que saber, un corazón muy grande derramado tras cada palabra, cada gesto, cada enseñanza.
Por eso, deja que haga volar en público las mieles atesoradas de tu recuerdo, con la gratitud y el cariño que siempre me han de acompañar. Deja que, una vez más, te llame maestro, padre, amigo…
El abrazo más fuerte y emocionado de tu Arevalico, hijo.
Cartagena, 1 de febrero de 2005.
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