“Arbor honoretur cuius nos umbra tuetur”.
Los árboles I
Cerca de mi casa, y pegada al arroyo de mis correrías infantiles, había una chopera. Breve y estrecha. Suficiente para acoger entre sus hojas pájaros y cigarras. Eran chopos canadienses, de tronco liso y erguido. En ellos aprendí a trepar hasta que su fronda me ocultaba por completo. Con cinco o seis años allí descubrí mi primer nido. Era de colorines. Fue como un sello de ternura troquelado sobre mi sensibilidad infantil.
A doscientos o trescientos pasos, tras una cerca, había otros árboles mucho más altos y frondosos. Cuando, uno o dos años adelante, me atreví a saltar el cercado, vi que también eran chopos. De hoja más pequeña y de un verde más oscuro. Imposibles de escalar. Su tronco, rugoso y cortezudo, estaba arropado desde la base por ramas fuertes y tupidas. Eran chopos castellanos.
En todo el pueblo, los de la pajarería más alborotada, eran los tres álamos de junto a la laguna. Altos, altos, mucho más que las casas del pueblo. De hojas trémulas y de plateado envés. Algún saúco de grandes flores olorosas recuerdo. Ni un pino o ciprés crecía en todo el pueblo ni en su término.
Los frutales de la viña eran diferentes, menos respetables. Aunque, bien florecidos, o con sus frutos a cuestas, merecían mi admiración agradecida. Eran más familiares, de fácil acceso. Menos los viejos almendros de tronco áspero y agresivo.
Ya en el colegio, allá en Álava, en las excursiones al monte Oro, tantos y tan diversos árboles me obnubilaban… Robles, encinas, abetos… Las hayas me fascinaron. Dejaba juegos y compañeros y me iba solo entre tanto arbolado. Me subyugaban los leñadores con sus hachas de largos mangos… A veces pensaba si no andaría cerca la casa de Blanca Nieves y sus enanitos.
A partir de ahí entraron a contextualizarse los árboles en mi vida.
Mis estadías registradas están en el ánimo, connotadas, de alguna forma, por la abundancia o penuria de árboles… Murguía, Carrión, Comillas… Oasis fueron en la ruta de mi vida. Nunca me saturé de bosque.
Sin árboles para mí la vida sería irrespirable. Cada árbol desde su individualidad específica, desde su estética diferenciada me tienta, casi me interpela como un poema.
Los árboles II
Para entender a los árboles hay que acercarse a ellos en actitud humilde, receptiva, amistosa. Dispuestos a vivirlos por dentro y por fuera. Predispuestos a dejarnos tocar el ánimo. Porque cada árbol, como cada paisaje, despierta un sentimiento.
Musicales y musicantes, hasta en el silencia verde que a ratos retienen en sus copas, son melódicos… En el sonido calmo y silencioso del bosque se afina y corporeiza la plenitud del ser. Las arboledas, recelosas de sus tesoros, solamente recrean a cuantos nos acercamos a ellas reverentes y devotos… Que, al fin, veneración merecen. Pues retablos vivos son, creados por Dios para el templo de la Naturaleza.
Otras músicas duermen entre sus hojas y ramas, siempre a punto. Esperando los dedos de la brisa, del viento o de la lluvia.
La vida urbanita nos impone árboles dóciles, asociados artificialmente como en una pasarela de bellos modelos.
En libertad, sensibles y sabios, escogen el punto justo del entorno donde más embellezcan el paisaje. El titánico chopo castellano se desvive por las riberas de ríos y canales. Y no por ver reflejada su imagen. Más bien, por romper la horizontalidad… Y escuchar, sin duda, la eterna canción del agua… “Palabras de amor, palabras…”.
Hasta en elegir aves e insectos que les habiten y arrullen son personales. Y selectivos y eufónicos son sus nombres: arrayán, sicomoro, abedul… O magnolio, de hojas acharoladas y grandes flores blancas y fragantes como el rostro de una niña nórdica.
Tan sutilmente entreverados van en nuestro vivir los árboles que son como un teclado de símbolos y evocaciones… Que no contemplamos igualmente la encina queda y expandida sobre la meseta que el ciprés altivo y alanceador de silencios y espacios.
Antes del progreso invasor, los árboles nos tomaban al nacer en el cuenco de sus maderas y ya no nos soltaban hasta el adiós final. En redor de su luz y su fuego nos congregaban fraternalmente. Y una mesa de madera, cono de una mano pródiga, tomábamos el alimento sazonado en sus tueros.
Los árboles III
Cómplices y protectores se hacían los árboles en amores iniciáticos. Dos letras y una fecha abrazadas por un corazón hendido en la corteza rasa de un árbol, eran un monumento romántica a las primicias de un amor… “Dichosa edad y siglos dichosos…”.
Vivir, respirar, escuchar el dolor silencioso de la floresta requiere claves líricas de sensibilidad. Poetas y ecologistas se esfuerzan en traducirnos el lamento gimiente de la tierra agredida… Ninguno tan desgarrador como la torrentera —sin árboles que la regateen y desbraven—, frenética por cárcavas y escorrentías. Hasta el viento, sin árboles donde enredarse y aullar, se enrabia y arrasa.
El invierno —verdadero gato garduño— aún ronronea adormecido en el regazo de un otoño sereno y templado. Y yo tempranero aprovecho. Y casa mañana acudo a un parque solitario.
—¿Adónde, tan madrugón? —me preguntan las vecinas.
—Voy a ver un striptease maravilloso. Voy a ver desnudarse los árboles.
Callados, lentos… ¡Con qué pudoroso encanto se desnudan…! Parece que una fantástica nevada va cubriéndolo todo. El césped, los paseos, los bancos… Copos grandes, verdeamarillos que también me caen como una bendición en el sombrero. Son como tarjetas de identidad originalmente bellas, irrepetibles. Un adiós y una promesa de retorno en primavera,
Viendo quedarse coritos los árboles… me doy cuenta. en qué poco tiempo cuánto me ha engordado el álbum de los ocasos, los adioses… de caídas de la hoja… Creo que nadie tanto como los pájaros y los ancianos vive tan hondo el desamparo de las “hojas del árbol caídas”… Que, por más que el viento las embista y revuele, no son pájaros ni mariposas, “Juguetes del viento son…”.
Y la fiel memoria nos rezuma “las ilusiones perdidas…”. Que se fueron sin promesa de retorno…
30-01-04.
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