Queridos amigos:
Un día de este verano, al llegar al despacho y encender el ordenador, me encontré un correo de Dionisio. Era una carta suya anunciando este encuentro y venía acompañada del escrito que don Jesús os leyó el año pasado. Cuando estaba ensimismado en su lectura, una ingeniero de mi equipo me interrumpió alarmada:
–¿Te pasa algo?
–No, sólo estoy llorando, pero es de emoción. Estoy leyendo la carta de un antiguo profesor de mi colegio.
Aquellas reflexiones de don Jesús eran el “Abracadabra” de la cueva donde estaban guardados los mejores recuerdos de mi adolescencia y, de repente, como en un golpe de flash, los reviví todos juntos.
Hace algo más de una semana, Dionisio me llamó para indicarme que debería contar, en este encuentro de hoy, mis vivencias durante los años que estuve en la Safa. Busqué el escrito de don Jesús con la intención de utilizarlo como guía, pero al analizarlo comprobé que aquel escrito no era una evocación más o menos ordenada o literaria de recuerdos, aquello era un rosario de metáforas que bien podrían haber sido compuestas por don Antonio Machado o doña María Zambrano.
Entonces me invadió un tremendo desasosiego. ¿Y qué les cuento yo a estos compañeros de mi juventud, a la mayoría de los cuales no veo desde hace treinta y nueve años y que muy probablemente ya no tengan ningún recuerdo de mí? Pero me había comprometido con Dionisio y con Diego y ya no podía renunciar.
Es posible que mis vivencias no sean más que un puñado de obviedades con alguna que otra anécdota ocurrente; pero lo que sí os puedo asegurar es que ellas son como un cofrecico que en algunos momentos abro y del cual saco soluciones a muchos de los problemas que aparecen en mi vida.
Yo nací en Villanueva de la Reina, un pueblecito de Jaén, y cuando tenía doce años, el cinco de octubre de 1960, mis padres me trajeron a Úbeda. Yo quería ser maestro de niños.
Mis primeras semanas fueron de asombro por la magnitud de las dependencias de estas escuelas. Mis referencias eran las de mi pueblo, y en todo salía ganando el colegio: el comedor era cinco o seis veces más grande que mi escuela; el dormitorio corrido, más largo que la plaza; las escaleras eran más anchas que las del ayuntamiento; el campo de fútbol tenía gradas como los de verdad; y a la misa de cada día íbamos más gente que a la misa mayor de los domingos en mi pueblo. El Cristo de la iglesia era muy raro, no tenía la cara moribunda, ni cruz, ni sangre, ni corona de espinas, y la Virgen tenía el perfil de un arco tensado que, cuando te acercabas, parecía llevarte a su centro. Para colmo de todo, el colegio tenía también cine, y los domingos por la tarde nos ponían una película gratis. En la primera carta que escribí a mi casa contaba que las comidas en el colegio estaban guisadas de distinta manera, y los garbanzos del cocido me gustaban más porque crujían cuando se masticaban, a diferencia de los que hacía mi madre, que se deshacían en la boca.
A medida que fueron pasando los días, las noches iban siendo más largas y el tiempo más frío, un frío seco y fino que venía de las nieves de Mágina y que se iba enroscando a los huesos. Poco a poco fui descubriendo la dureza de aquella vida disciplinada: en pleno invierno y en camiseta, al salir de la cama, había que abrir las ventanas de par en par; los lavabos y las duchas sólo tenían agua fría; la calefacción debía ser lujo de ricos o medicina de enfermos, porque en todo el colegio no había ni un solo calefactor; los silencios y la atención en estudios y clases eran monacales; y hasta en el recreo grande de la tarde había disciplina, teniendo que participar en una liga en la que practicábamos todo tipo de deportes.
En aquel colegio la disculpa no tenía lugar. Un día, don Lisardo me recriminó mi falta de esfuerzo en latín, y como le respondiera que ya no sabía de donde sacar más tiempo para estudiar, me miró fijamente, se retorció dos o tres veces la nariz, y me dijo:
-Pues es muy fácil, coges tres o cuatro piedras, las partes, y así vas sacando el tiempo que te falta.
Otra constante del colegio de aquellos años era la frecuencia del rezo: misa y rosario diarios, un Ave María al comenzar las clases y otra antes de comer; y, antes de acostarse, visita de nuevo a la capilla. A pesar de aquel aluvión de rezos, algunas veces, cuando surgía un problema grave, teníamos que hacer horas extraordinarias. Muchos años después me encontré con un libro de Simone Weill, una de las intelectuales más auténticas del siglo XX; dice esta pensadora en su obra: «la repetición del nombre de Dios tiene la virtud de transformar el alma». Y entonces pensé que aquellos rezos tan abundantes quizá fuesen algo más que manía de jesuitas.
En aquel ambiente, escrita en ninguna parte, pero muy viva en las conciencias, había una idea: el colegio es la esperanza. La única esperanza de progreso de unos niños sumidos en la miseria del rebufo de una guerra.
Aquellas escuelas, más que un colegio relamido, con escolares perfumaditos y de uniforme, parecían talleres donde se fraguaba el carácter de unos jóvenes destinados a ser la sal de la tierra en Andalucía.
A los escolares de la Safa, por aquellos años, se les prendía del alma una etiqueta: sólo el esfuerzo te salva.
Pero esa vida tan rigurosa estaba llena, también, de alegrías. Al llegar al colegio yo conocí por primera vez las algarabías que se formaban alrededor de los manteos y castillos en los patios, y algunas noches especiales hacíamos veladas, unos festivales ingenuos e improvisados en los que se daban conciertos de armónica, se cantaba, se hacían juegos de manos, se contaban chistes, se representaban sainetes…
Ciertamente, aquello era muy diferente a mi casa, a mi pueblo y a las academias en las que estudiaban mis paisanos.
En vacaciones, cuando regresaba al pueblo, mis amigos se quedaban perplejos de los métodos de enseñanza que yo les contaba que se aplicaban en el colegio:
–En Literatura te tienes que leer más de veinte obras, analizarlas, comentarlas y defenderlas ante los compañeros. En Historia, si te preguntan los cuadros que pintó Velázquez, no es para que les digas el nombre de ellos, sino para que expliques su complejidad simbólica. En Geografía no sólo tienes que saber las ciudades de Suiza o Japón, por ejemplo, sino averiguar por qué la industria de Suiza es de máquinas pequeñas y por qué en Japón se cultivan naranjas. Y periódicamente, cada curso se examina frente al resto de cursos y de profesorado, desarrollando una clase que se llama pública.
Lo que también llamaba la atención de mis amigos del pueblo eran los hábitos tan raros que teníamos en este internado. Les contaba yo:
–En los estudios estamos más de cincuenta alumnos, y durante el tiempo que permanecemos allí el silencio es total aunque no se halle con nosotros ningún profesor. La limpieza de las aulas, los dormitorios, el cuidado de los campos de deporte y el reparto de comida en el comedor lo hacemos los internos, y para ello uno de nosotros se encarga de hacer turnos rotatorios. Y cuando salimos a Úbeda a pasear no vamos acompañados de ningún profesor, pudiendo ir a donde queremos hasta la hora de regreso.
Mis amigos del pueblo alucinaban, como diría un chaval de hoy, cuando yo les contaba cómo vivíamos en este colegio a comienzos de los años sesenta. Pero lo que no entendían de ninguna manera era que yo les dijera que en mi curso, por mis notas, yo era un alumno mediocre.
–¿Mediocre tú –replicaban ellos– que has sido campeón provincial de ajedrez y en septiembre apruebas en el instituto las convocatorias a pares y con notas mínimas de notable?
Y entonces yo les tenía que contar que en mi división tenía compañeros con características de genio –como Einstein o así–; y la mayoría eran unos superdotados que lo mismo hacían un estudio del Mio Cid, que representaban una obra de teatro o que marcaban goles con la misma facilidad que Puskas.
En el curso sesenta y cuatro yo estaba convencido de que sería sal de la tierra en Andalucía ejerciendo de maestro de niños; pero el Guardagujas que marca la ruta del tren de mi vida, sin previo aviso, dio un volantazo a la palanca y decidió que yo sería otra cosa. Y al final de aquel curso, una discusión con el padre Navarrete terminó en fulminante expulsión del colegio. Tenía yo entonces dieciséis años y me sentí terriblemente solo ante aquella humillante realidad. Los compañeros me dijeron:
–Escríbenos.
Los profesores, ni se enteraron. En aquel momento sentí hundirme en un pozo negro que parecía no tener fondo; pero yo tenía una familia extraordinaria que actuó, primero, de colchón y, luego, de trampolín, y con los valores que yo tenía prendidos del alma recuperé, como dice Rudyard Kipling: “mi paso y mi luz”; aunque a partir de ese momento la trayectoria de mi vida se fue alejando de la que yo idealizaba cuando por las noches en el colegio me metía en la cama y fantaseaba con hacer lo que ahora me cuenta mi amigo Diego que él hace en su colegio de Málaga. Mis actividades se orientaron a la ingeniería, la ciencia y la investigación. Recalé en Extremadura, me enamoré de mi mujer y con ella comencé a formar una familia a la que adoro.
Treinta y nueve años han pasado desde que abandoné el colegio en 1964. Los niños que yo soñaba con educar se transformaron en olivos, en viñas, en trigo… a los que tengo que preservar sanos para que los agricultores puedan obtener buenas cosechas. A mí me hubiera gustado leer con los niños poemas de Machado, de Juan Ramón, de Lorca, pero el Guardagujas que decide el rumbo de los hombres quiso que yo buscara genes con un microscopio para que en el mundo hubiese más pan y más vino y más aceite… Pero qué más da, a fin de cuentas una u otra cosa da igual, porque lo que realmente yo pienso que me enseñaron en esta casa es a ser feliz y a hacer felices a los demás.
José del Moral de la Vega.
Úbeda, 13 de septiembre de 2003.
Editada el 24-09-03.
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