«7. f. Fon. Bajada última de la voz en la parte descendente de la frase».2003 DRAE.
Don Luis Martínez Piña, el director del colegio en el que estudié durante cuatro o cinco cursos, consiguió que muchos de nosotros, pequeños alumnos de enseñanza primaria, entráramos gratuitamente al campo de La Victoria para animar al Real Jaén, cuando su presidente era Manuel Calvo. Íbamos muy ilusionados con don Armando —un hombre cariñoso y pegón, como absurdamente se llevaba en aquellos tiempos—, que nos recogía en el parque de La Victoria a las tres de la tarde, adecuadamente uniformados con nuestra sahariana blanca, para posicionarnos tras la portería del fondo Este, que daba a la que después sería la Escuela de Peritos —inexistente entonces—. Nos colocaban en esa portería porque era la que, normalmente, debería ocupar el guardameta del equipo visitante en el segundo tiempo, para que el sol diera en su rostro, a pesar de estar profundamente engorrado, y que algún delantero local pudiera aprovecharse de sus deficiencias visuales. Nuestro papel consistía en acosarlo con nuestros gritos, evidentemente infantiles.
Allí disfruté yo la etapa gloriosa en la que el Real Jaén subió en tres temporadas de la 3.ª a la 1.ª División de la Liga Española. No me acuerdo de los años exactos, pero estoy hablando de los cincuenta. Mi afición al fútbol me hizo admirar a Cerrillo, Ojeda, Méndez, Arregui… Que disculpen los que no cito, pero me sabía las alineaciones al completo. Ahora ya no las recuerdo, —perdona Orencio—, pero es que la edad o el tiempo transcurrido no me lo permiten. Todavía guardo entre mis imágenes dolorosas la del presidente Calvo por el Paseo de la Estación con las manos discretamente esposadas bajo una gabardina, en medio de dos policías grises, camino de la cárcel. Unos meses antes, la rondalla de mi colegio, de la que yo formaba parte, había estado en su fábrica de aceites Mazola, tocando y cantándole unos villancicos para felicitarlo por Navidad.
Me sentía unido totalmente al Real Jaén. Mi padre era de él, y yo sigo siéndolo, aunque apenas lo visito en directo. Ahora me da rabia que cuando retransmiten un partido suyo por televisión, casi siempre pierde; y estoy ahí para sufrirlo. Son cosas del fútbol. Ayer contemplé el 1-2 frente al Numancia, en un encuentro de la Segunda División nacional. Y oí el mismo estribillo de hace cuarenta años: Un, dos, tres, el árbitro e(s) un hijo puta; un, dos, tres, el árbitro e(s) un cabroon. Me dio apuro. El mismo que me daba entonces, en directo. ¿Por qué?
Decirle hijo (de) puta o cabrón a un árbitro es de lo más normal que puede ocurrir en un campo de fútbol, si la masa está encendida. Lo que no es frecuente es adobar tales expresiones con un entorno musical. Las aficiones suelen separar las sílabas y martillear los oídos con hi–jo–pu–ta, o similares expresiones agresivas. Y no se paran a musiquillas. Recuérdese el famoso estribillo: Así, así, así gana el Madrid. Entonces, lo que a mí me debe apurar no es la expresión, sino el tono melódico en donde va inserta. Posiblemente mi rechazo tenga algo que ver con el recuerdo musical que tengo de una zarzuela en la que se dice: Un, dos, tres, ahora va bien; un, dos, tres, ahora va mal. Este fragmento de la zarzuela lo cantaban mi padre y sus vecinos en las reuniones que solían celebrar en una de nuestras viviendas, que entonces no llegaban a la categoría de pisos. Mientras el esfuerzo musical de aquellos vecinos me parecía digno de encomio, la invectiva de los aficionados me sigue pareciendo de poca calidad musical. Sobre todo, porque es una frase sin fin, lo cual indica que los que la entonan no saben de cadencias. Y, sin cadencia, o tono de cierre, la ofensa no es tan contundente. Parece la repetición de un loro, que no sabe lo que se dice. Y, cuando uno quiere ofender, debe ser contundente; o sea, debe cerrar el tono.
Esto lo he aprendido posteriormente. Por eso me gustaría que, aquellos aficionados que se sientan molestos con el árbitro y quieran ofenderlo, cambien el estribillo de la siguiente forma: Un, dos, tres, el árbitro e(s) un hijo puta; un, dos, tres, el árbitro e(s) un cabrón. Sin dos oes.
Claro que, puestos a decir todo, tampoco me gusta la ofensa personal hacia un señor que puede equivocarse sin mala intención en un deporte tan rápido y lleno de subterfugios como es el fútbol. Por eso, ante la duda, es mejor la alabanza que el vituperio. Siempre será mejor decir ¡hala Jaén!, o ¡Real Jaén!, seguido de tres palmadas, y pasar olímpicamente, como señores, de los desaciertos del árbitro. Sobre todo, porque bastantes veces luego se demuestra que lo que el aficionado cree que ha ocurrido en el campo no es lo que en verdad ha sucedido.
A lo largo de mi discreta vida, alguna vez he ido por el antiguo campo de La Victoria. En una de ellas, unos aficionados linarenses tuvieron la santa y paciente ironía de pasear una pancarta por todo el campo en la que se leía: La ciudad de Linares saluda al pueblo de Jaén. Nos estaban diciendo con total descaro que ellos pertenecían a una ciudad y nosotros a un pueblo. Ese ingenio siempre me gustó más que la ofensa soez y directa.
Se lo dedico a mi amigo Juan Antonio Fernández Arévalo, que es de Linares.
01-12-03.
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