La Primera Comunión

El padre Lorenzo Lacave era un jesuita de nariz respetable, peinado al cepillo, serio y poco hablador. Aunque en el rótulo de la puerta de su despacho se leía “Padre Espiritual”, su relación con nosotros se limitaba a dirigirnos una o dos pláticas semanales, oír nuestras confesiones, ocuparse de algún acto litúrgico aislado y preparar a los más pequeños para hacer la primera comunión. Del resto de tareas se ocupaba el padre Pérez, verdadera alma del Colegio. El padre Lorenzo Lacave era un jesuita de nariz respetable, peinado al cepillo, serio y poco hablador. Aunque en el rótulo de la puerta de su despacho se leía “Padre Espiritual”, su relación con nosotros se limitaba a dirigirnos una o dos pláticas semanales, oír nuestras confesiones, ocuparse de algún acto litúrgico aislado y preparar a los más pequeños para hacer la primera comunión. Del resto de tareas se ocupaba el padre Pérez, verdadera alma del Colegio.

La edad mínima para ingresar en el centro se había establecido en siete años. A los alumnos que llegábamos con esta edad, tras unos meses de permanencia en el internado y seguros de que nuestra adaptación era posible, se nos preparaba para hacer la primera comunión. La fecha señalada era el día del Corpus Christi y el responsable de nuestra formación, como hemos dicho, el padre Lacave.

Unos meses antes, a media mañana, dos o tres veces por semana, pasaba por las clases y en voz muy baja solicitaba permiso al profesor para que le acompañásemos a su despacho. Allí, durante una hora nos hablaba de la existencia de Dios, del significado de la comunión y de la gran importancia del sacramento de la Eucaristía.
Captaba nuestra atención, con historias de niños capaces de enfrentarse a los reyes más poderosos de la Tierra con extraordinaria valentía, antes de renegar de su fe. Le escuchábamos embelesados relatar cómo murieron en Alcalá de Henares los santos Justo y Pastor por negarse a adorar a los emperadores Maximiano y Diocleciano o San Pelayo, que con diez años fue encarcelado por Abderramán III, cortado en pedazos y arrojado al Guadalquivir o la historia de San Francisco de Borja, duque de Gandía, que al ver el rostro de la emperatriz Isabel de Portugal, tras llevar muerta varios días, pronunció aquellas palabras inolvidables: “No más a señor servir, que se me pueda morir”.
Tras la plática, nos preguntaba el catecismo, la Salve y el Credo que era la oración más difícil, porque el Avemaría y el Padrenuestro nos las sabíamos muy bien. Luego, recibíamos a modo de ensayo, unas hostias sin consagrar con el mismo respeto y reverencia que si lo estuvieran. Finalmente, nos repetía una y otra vez, que no debíamos morderla, ni mirar a los lados de la Iglesia, ni reír, ni mucho menos meternos el dedo en la boca para despegarla del paladar.
Cuando se acercaba la fecha, Fuensanta recorría el pueblo en busca de familias que, por unos días, le prestasen trajes de comunión usados para que pudiéramos recibir la Eucaristía vestidos de blanco como los demás niños. Aquel año, el traje de marinero con lazo azul fue para Constantino; a Romera le tocó uno con gorra de almirante y muchos botones dorados; y a mí, el de torero con pajarita y solapas de raso.
La gran misa solemne del día del Corpus se celebraba en la Parroquia de Villanueva. En el centro, frente al altar mayor, las flores, las voces blancas, y los rayos del sol de primavera inundaban la iglesia de paz y de pureza. A un lado, nuestras madres, viudas la mayoría, condenadas al luto desde niñas, sintiendo en el alma la caricia suave y dolorosa del amor a sus hijos y el fervor sencillo y profundo que reposa en el alma de los pobres.
Llegado el momento, en fila y en silencio nos acercamos al altar y alargamos la lengua, y por primera vez sentimos que Dios entraba en nuestras almas limpias y transparentes. Al regresar de nuevo hacia el asiento, olvidé las recomendaciones del padre Lacave y miré hacia los lados de la iglesia buscando el rostro limpio y joven de mi madre y, al verla, sentí ese latido agudo que se clava en el alma, nos ahoga y nos hace llorar. Y pedí a Dios por ella después de comulgar y por mí y por todo el mundo, seguro de que Dios siempre escucha la plegaria de un niño.
Dios mío… ¿Qué fue de aquella fe?
Al acto religioso siguió la foto y el banquete de chocolate con churros. Todos, padres y profesores estaban muy contentos y hacían bromas prometiendo un premio al primero que se manchara el traje de chocolate, pero ninguno lo manchó.
Por la tarde, nuestros familiares regresaban al pueblo, Fuensanta recogía los trajes, los limpiaba y los devolvía a las familias que los habían prestado agradeciéndoles su generosidad por haber colmado de alegría, el corazón de madres y de niños.
Hoy, en ese hueco del alma que ocupaba aquella fe limpia y transparente, habitan demasiados desengaños. Y a veces rebosa de tristeza y de sombras que la vida nos trae en nuestro caminar de cada día; pero el recuerdo de mi primera comunión en aquel colegio, pobre y triste, me hace respirar de nuevo el aire limpio y luminoso de aquel día y a ser por un instante aquel niño que fui.
Esa es la historia de aquellos muchachos que hicimos nuestra primera comunión en el internado de Villanueva del Arzobispo en el año 1953, y una página más de la historia de las Escuelas de la Sagrada Familia. Allí iniciamos nuestro viaje y hacia allí volvemos, de cuando en cuando nuestros ojos, pretendiendo remontar el curso del río de nuestra vida en busca del lejano manantial.
Barcelona, 13 de mayo de 2004.
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