I
Las relaciones entre emoción y memoria siguen repletas de enigmas. Si bien nadie pone en duda que las emociones tienen efectos claros sobre nuestros recuerdos, cualquiera puede comprobar que la dirección de tales efectos a veces resulta confusa. En efecto, tanto las investigaciones de laboratorio como la observación clínica y, por supuesto, la mera experiencia personal de la propia vida cotidiana, nos ofrecen ejemplos de la complicada influencia que sobre nuestra memoria ejercen los afectos, sentimientos y emociones en general. Hoy por hoy, la ciencia sigue sin encontrar una respuesta satisfactoria para explicar por qué en algunas situaciones traumáticas –piénsese, por ejemplo, en un asalto con violación–, la víctima puede desarrollar una amnesia selectiva de ese terrible episodio que le impide recordar absolutamente nada durante años –y, a veces, durante el resto de su vida– y, por el contrario, en otras situaciones igualmente estresantes o violentas –pensemos, por un momento, en la tarde del 23 de febrero de 1981, cuando nos enteramos de que el Congreso de los Diputados había sido tomado por la Guardia Civil–, el recuerdo de un acontecimiento con una fuerte carga emocional no sólo se mantiene prácticamente intacto durante períodos extraordinariamente prolongados de tiempo sino que parece inmune al olvido. ¿Por qué razón las experiencias que nos violentan (externa y/o internamente) y desencadenan en nosotros una cascada de emociones –con independencia de que sean de signo positivo o negativo– unas veces dejan en nuestra memoria recuerdos de una vividez y duración sorprendentemente altas y otras veces, sin embargo, parece que borran o reprimen hasta el más mínimo vestigio de tales experiencias? Esta es una de las grandes preguntas que tienen planteadas los científicos que tratan de desentrañar la naturaleza de las relaciones entre memoria y afectos.
Ahora bien, el hecho de que aún siga faltando una teoría con suficiente poder explicativo no significa que no se disponga de explicación alguna para este fenómeno. Todo lo contrario, en los últimos años están surgiendo propuestas muy sugerentes, provenientes tanto de la psicología como de la neurociencia, con capacidad para explicar muchos datos. El problema, como se sabe, es que en ciencia toda teoría tiene que ser extensamente validada antes de ser aceptada como tal y, aún así, su valor siempre será provisional. Pero salgamos del terreno de la metodología y de la filosofía de la ciencia y entremos en detalles.
Una hipótesis explicativa de la aparente contradicción de la memoria de las experiencias emocionales en general –y que a mí me parece muy sugerente– plantea que el recuerdo o el olvido de tales experiencias se ajusta a una función de supervivencia. En concreto, lo que esta explicación sugiere es que, cuando las personas tienen que afrontar o, sencillamente, recordar sucesos con una fuerte carga emocional, se activan en nuestro sistema cerebro/mente dos mecanismos: uno cuya función es identificar y reconocer las situaciones peligrosas y amenazantes, y otro cuya función es olvidar las experiencias desagradables. Gracias al primero, la especie humana ha sobrevivido y se ha desarrollado; gracias al segundo, la vida no resulta insoportable, ya que si no actuase este último mecanismo de olvido tendríamos que vivir permanentemente con la experiencia consciente de los recuerdos dolorosos y torturantes. Por tanto, parece razonable asumir que del mismo modo que necesitamos mecanismos para identificar y reconocer los sucesos dañinos, necesitamos mecanismos para olvidarlos. Lo cual permite establecer, desde una perspectiva evolucionista, que nuestra supervivencia depende en gran medida de un sistema emocional que funciona lo suficientemente rápido como para alertarnos de los estímulos amenazantes, y de un sistema de memoria equipado con los mecanismos necesarios para negar, inhibir, borrar o reprimir de la conciencia los recuerdos de experiencias traumáticas. Una última idea muy interesante es que estos dos mecanismos representarían un “continuo de evitación cognitiva” que sería proporcional a la cantidad de dolor psicológico que cada persona es capaz de tolerar.
II
Recientemente, una prestigiosa revista científica ha publicado los resultados de un estudio en el que se concluye que el tiempo borra los recuerdos desagradables –algunos diarios también se hicieron eco de esta noticia–. En mi modesta opinión, las cosas no funcionan así o, al menos, no de una manera uniforme en todas las personas. Me explico.
Un hecho sobradamente constatado es que el umbral de tolerancia a la frustración o al sufrimiento psicológico es extremadamente variable a nivel intersujetos; es decir, que cada persona tiene su propio aguante. De lo que se deriva que, por ejemplo, tras la experiencia compartida de una situación dura o desagradable, unas personas la olvidarán (teóricamente, porque les resulta intolerable) mientras que otras la recordarán (teóricamente, porque la pueden soportar; no porque no les resulte desagradable) durante períodos muy prolongados o incluso durante toda su vida. Creo que esto es algo que cualquiera ha podido comprobar en su vivir cotidiano y estoy seguro de que precisamente nosotros –los que vivimos tantos años en nuestros internados SAFA– tenemos muy claro. No creo desvelar nada si afirmo que durante nuestra vida de internos vivimos muchas situaciones agradables y muchas situaciones de una dureza psicológica brutal. Mi pregunta, entonces, es ésta: ¿acaso alguno de vosotros sufre una amnesia selectiva de aquellas experiencias desagradables? Con seguridad, no. Más aún, no creo arriesgarme si asumo que prácticamente todos coincidiríamos en nuestra respuesta: “¡Por supuesto que no hemos olvidado los malos momentos!”.
¿Pero –y sigo preguntándome–, si ya han pasado más de 30, 40 ó 50 años de aquellas experiencias, por qué nuestra memoria no se ha despojado todavía –como piensan algunos estudiosos– de los malos recuerdos? ¿Por qué en nosotros el paso del tiempo no ha ejercido el efecto balsámico reivindicado por la investigación reciente? ¿Acaso nosotros estamos hechos de un barro diferente, especial? Por encima de cualquier matización, que, por supuesto, habría que hacer muchas, nuestra experiencia de ayer y nuestra realidad de hoy me llevan a la siguiente consideración: Con independencia de que todos y cada uno de nosotros hayamos olvidado, o no recordemos apenas, algunas de las malas (y de las buenas) experiencias de entonces, sé positivamente (entre otras razones, porque lo he constatado en mí mismo y en muchos de mis viejos amigos) que nuestras memorias están bien surtidas de recuerdos negativos de nuestros años de internado: recuerdos de momentos difíciles y dolorosos, recuerdos que todavía hoy movilizan en nosotros sentimientos y sensaciones muy amargas.
¿Cómo conciliar esta realidad nuestra con los hallazgos científicos que indican lo contrario? Para salir de este atolladero teórico, se me ocurre sugerir la siguiente hipótesis: ¿No será que la misma dureza de ayer, que aflora en nuestros recuerdos hoy, nos fue haciendo más fuertes al tiempo que la soportábamos? Me inclino a pensar que sí, que esta podría ser una respuesta convincente. Aquellos “tiempos difíciles” –como diría Dickens– nos fortalecieron, sin duda, elevando nuestro umbral de tolerancia al sufrimiento y, consecuentemente también, el nivel de evitación cognitiva de los recuerdos dolorosos. Y es esa reciedumbre, precisamente, la que explicaría por qué nuestros recuerdos, por muy desagradables que sean, se mantienen accesibles en nuestra memoria.
Pero hay más. Esa capacidad de resistencia psicológica nos reporta conjuntamente algo, a mi juicio, de extraordinaria importancia; y es que, además de haber curtido nuestro ánimo, actúa como un poderoso antídoto contra el olvido. Y esto, insisto, es vital, porque el olvido no es nunca la solución para nada; todo lo contrario. El olvido es la negación, la renuncia, la destrucción imposible de nuestro pasado. El olvido deja enquistadas experiencias que acaban convirtiéndose en nuestro peor enemigo. Un enemigo que sólo conoce el lenguaje del chantaje, porque todo el que intenta borrar, olvidar o adulterar su pasado, acaba siendo rehén de su propia memoria.
III
El escritor búlgaro Elias Canetti, Premio Nobel de Literatura en 1981, escribió: “El recuerdo es bueno porque aumenta la medida de lo conocible. Pero hay que tener cuidado en no excluir nunca lo terrible. Puede que el recuerdo de lo terrible aprehenda la realidad de un modo distinto a como lo terrible se presenta ante el hombre; distinto pero no menos cruel, no más soportable, no menos absurdo, hiriente, amargo; este recuerdo no debe estar contento de que lo terrible haya pasado: jamás hay nada que haya pasado. El verdadero valor del recuerdo consiste en ver que no hay nada que haya pasado” (La provincia del hombre, 1970).
De este espléndido alegato de Canetti sobre el poder salvador del recuerdo (“lo único inmortal”, escribió en 1979), me interesa destacar un par de ideas. La primera, que no debemos excluir nunca lo trágico de nuestra memoria, porque, y he aquí la segunda, nuestros recuerdos nos demuestran que lo terrible, lo doloroso, como lo agradable de nuestro pasado, sigue siempre presente en nuestras vidas: (porque) nada de lo vivido queda liquidado definitivamente.
Creo fervientemente que lo que somos es el destilado agridulce de todo lo vivido. Por eso, creo que ya ha llegado el momento –sobre todo, después de los primeros encuentros en Úbeda en los que siempre ha primado lo dulce sobre lo amargo de nuestra vida en el internado– de afrontar intelectualmente, es decir, sin ánimo alguno de revancha ni de crítica resentida, sino con el único deseo de entender (o, al menos, de intentar entender), por qué la aplicación de los principios básicos de la educación que recibimos llevaba aparejadas tantas experiencias desagradables, duras, crueles incluso.
A este respecto, hace tiempo que me hago una pregunta básica: ¿era necesaria tanta dureza para alcanzar los objetivos educativos? ¿Era necesario tanto sufrimiento para convertirnos en “hombres de provecho”? Cada vez que me asaltan estos interrogantes, tiendo a responderme que no, que no hacía falta tanta disciplina ni tanta exigencia, ni tanta violencia psicológica ni tanta frialdad afectiva, ni tanta intolerancia ni tanta insensibilidad, ni tanta… No, no puedo aceptar –ni desde la experiencia de mis 56 años ni desde el conocimiento que me proporciona la psicología– que aquel camino fuese el único para llegar a donde llegamos. Mis propios principios ético/morales me llevan a rechazar la idea de que “la ética del sufrimiento” imperante en nuestra época de internado fuese el camino correcto.
A mi juicio, la ética del sufrimiento o “la ética del sacrificio” en la que nos formaron no puede ni podrá jamás crear personas felices. ¡Es imposible! No sólo porque atenta contra la propia naturaleza humana, cuyo objetivo es desarrollarse al margen de dos de sus mayores enemigos: el dolor y el sufrimiento, sino porque, psicológicamente, incapacita a la persona para afrontar la vida con eficacia. No nos engañemos ni nos hagamos trampas apelando a objetivos espirituales de dudoso valor para las personas. La vida nos exige ser felices. Hemos sido creados para alcanzar la felicidad –y no seré yo quien diga en qué ámbitos se puede lograr y en cuáles no–. Pero sí quiero dejar muy claro que la felicidad sólo es posible –o tal vez consista justamente en eso– si nos encontramos a gusto (o “en paz”, parafraseando una expresión de entonces) con nosotros mismos, con aquellos que nos rodean y con el mundo en general. Esa es la base sobre la que se construye la persona sana, positiva, optimista, sin miedos, segura de sí misma, emprendedora y generosa.
Al final, superamos la prueba. Sí. Finalizamos con éxito nuestra época de internado. Pero creo que dejando en el camino parte de lo más hermoso de nuestra vida: parte de la alegría desbordante e irrepetible de nuestra adolescencia y primera juventud. En ese sentido, pienso que todos nosotros somos o, mejor, fuimos unos guerreros a semejanza del rey griego Pirro: “un hombre ambicioso y formidable guerrero imitador de los moldes macedónicos” (Pérez Bustamante, Compendio de Historia universal, 1958, p. 94; ¿recordáis este libro?) pero cuyas victorias, además de exigir un esfuerzo desproporcionado, suponían más daño para él que para el vencido. Al final, vencimos. Sí, aunque a lo Pirro. Triunfamos sobre las adversidades. De acuerdo. Pero me sigue quedando una pregunta: ¿la herida psicológica ha cicatrizado definitivamente? (aprovecho para recomendar la obra de B. Cyrulnik Los patitos feos, Barcelona: Gedisa, 2002).
El autor es
Catedrático de Psicología de la Memoria
de la Universidad Autónoma de Madrid.
Catedrático de Psicología de la Memoria
de la Universidad Autónoma de Madrid.
12-10-03.
(249 lecturas).