04-04-06.
“Tímido”, la sorpresa

Un golpe en el hombro lo hizo despertar de su letargo.
‑“Tímido”, leñe. Despabila.
Y es que Tomás, educado en colegio de curas, responsable y estudioso como pocos desde su más tierna infancia, no acababa de salir de su asombro. Tomás, o “Tímido”, si queréis llamarlo como sus amigos, era de los que nunca han roto un plato, cosa que tú, amigo lector, puedes jurar y perjurar sin temor a caer en el más venial de los pecados.
‑Si, además de la Virgen María, ha habido otra persona concebida sin pecado original en la historia de la humanidad, esa persona es Tomás ‑dijo el párroco a sus padres el día que el muchacho hizo la primera Comunión.
Y era cierto. “Un pan bendito”, decía de él el maestro cuando su madre se acercaba al colegio a interesarse por la evolución del niño. Y “Tímido” siguió siendo un pan bendito hasta aquel preciso instante, como mínimo. Inteligente, trabajador, educado, y hasta guapito, “Tímido” pasó como un ciclón por la escuela y por el instituto; no por los destrozos, sino por la celeridad: a curso por año y a sobresaliente por asignatura.
‑Hasta en Recreo, saca sobresaliente ‑llegó a comentar algún envidiosillo.
Cuando apareció por la Universidad, Félix y sus colegas vieron en él a un adolescente tan desamparado e ingenuo que, inmediatamente, lo acogieron en su seno como si de una tierna mascota se tratase. Primero lo admitieron en la tuna como meritorio:
‑Tú llevarás la bolsa y te encargarás de la venta de cintas ‑le adjudicaron el puesto automáticamente y fiados en su evidentísima honestidad.
Y así continuó, hasta que un día, necesitando una voz aunque fuese de relleno, el empollón de “Tímido” sacó a relucir una cualidad más, desconocida incluso por él mismo:
‑¡Mira éste! ¡El tío canta como los ángeles!
Porque Tomás, cosa que ni él sabía, tenía una voz de tenor realmente limpia.
‑Claro, si “Tímido” no ha levantado la voz en su vida ni para cantar ‑se justificó un paisano suyo‑. ¿Cómo íbamos a saber que teníamos entre nosotros a un Caruso?
‑Sólo tenemos un problema con “Tímido”. Este tipo, es capaz de sobrevivir, incorrupto como el brazo de santa Teresa, a todas nuestras correrías ‑profetizó “Bufón”.
‑¿Quieres insinuar que esta joya nos va a durar cinco añitos escasos? ‑inquirió “Gruñón” sin poder reprimir un cierto dejillo de desengaño.
‑Y, además, puro y casto, hijo. Aunque, al menos, nos quedará el consuelo de saber que alguno de nosotros quizá acabe siendo alumno suyo ‑estas palabras de consuelo vinieron de “Mudo” quien, en un esfuerzo sobrehumano, y señalando las incipientes canas de “Tímido”, continuó su profecía‑. Mirad que el pelo ya comienza a mostrar las huellas del desgaste cerebral que acarrea su excesivo uso. A este paso, no me extraña que en unos años acabe por convertirse en un vulgar catedrático de luenga y alba cabellera que, salvo para vengarse de nosotros y aprobarnos si es que caemos bajo sus garras, de nada nos servirá.
Y dando por hecho que “Tímido” no les duraría más de cinco años, lo admitieron en la Agrupación Musical a sabiendas de que, siendo un caso perdido, al menos sería útil durante tan corto período de tiempo.
‑Y para colmo, es capaz de trasegar un litro de cerveza sin perder la compostura ‑si ya adiviné yo que el muchacho este era una joya ‑dijo de él Nieves al poco tiempo de conocerlo.
La tarde de marras, Tomás se encontraba al borde de la felicidad gracias a que aquella mañana se había estrenado como usuario donante del “calla‑copia”. Tuvo que utilizar artilugio para suministrar “material científico” a “Gruñón” en el examen final de una convocatoria de gracia: había sido su estreno como “homo traviesus”; su pecado original, según palabras de “Bufón”.
‑Y eso que es filósofo ‑comentó admirado el beneficiario de la acción‑. El tío, con leer los apuntes que le di anoche, no tenía casi necesidad de buscar las respuestas.
‑Y luego, cuando yo digo que en la tuna tenemos un empollón asqueroso y, encima, buena persona, dicen que estoy viendo fantasmas. Si es que en este mundo no hay justicia ‑protestó “Doc”‑. Os prometo que mi doctorado en neurocirugía versará sobre el cerebro de “Tímido”.
Estaban los señores miembros de la Agrupación Musical La Tuna del Treinta de Febrero reunidos en “Pluma y tintero” esperando a Nieves, cuando “Mudo”, cuyo lema vital era “mira y calla”, clavó su mirada en una señora de muy buen ver que, acompañada por un caballero bastante mayor, no perdía detalle de cuanto acaecía en el grupo.
‑Esos dos no pierden comba de lo que hacemos. O son de la pasma o la tipa se ha prendado de alguno de nosotros ‑dijo mientras, disimuladamente, señalaba a la pareja.
Los Siete Magníficos guardaron silencio unos segundos mientras, subrepticiamente, repasaban de arriba abajo a la pareja.
‑Más bien parece gente de pueblo ‑respondió Félix‑. Aunque… sí que se fijan mucho en nosotros.
‑Sobre todo en ti ‑le aclaró “Doc”.
En ese momento hizo su aparición la musa del grupo: Nieves Blanco, en carne mortal y más guapa que nunca, entró en “Pluma y tintero”. Sin prestar atención a nada ni a nadie más que a los Siete Magníficos, se dirigió a su mesa, estampó un beso en la cara a Félix y se sentó de espaldas a los barriles iniciando una conversación que se vio cortada inmediatamente. Nieves enmudeció al oír la voz de su madrastra que, con un hipócrita “hijita linda”, se dirigía a la chica mientras su mirada se perdía en las profundidades de los ojos de Félix.
Las dos copas de vino añejo ‑ya conocidas por ti, amable lector‑, rompieron el hielo y los esquemas de más de cuatro de los allí presentes: siete, para ser exactos, que Nieves, como ya sabía de qué iba la cuestión, ni se inmutó. Y si es don Gumersindo Blanco, la muda de su color no fue sino una exteriorización de los miedos que, de vez en cuando, afloraban a su corazón cuando su señora entraba en contacto con determinados elementos.
Así que, salvo para Nieves y su santo padre ‑en minúsculas, que conste‑, doña Gertrudis se convirtió en la sorpresa del día cuando, después de apurar el vino de la segunda copa, ofreció ésta, ya vacía, para que Tomás se la volviese a llenar. Luego volcó su mirada de nuevo sobre el empollón y, posando su mano acariciadora sobre la blanca cabellera del interfecto, habló con voz aterciopelada y algo deslizante…
…
Después del ataque de “delirium tremens” que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.
(Continúa).
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