Nieves Blanco y los Siete Magníficos, 3

23-03-06.
Dormilón, la señora cautivada
Incluso Diego, que se encontraba en el permanente duermevela propio de su esencia psicosomática, abandonó la actitud pasiva que, sempiternamente, adornaba su rostro. Sus ojos se entreabrieron sorprendidos por lo que estaba viendo.
‑¿Estás enfermo? ‑preguntó Blas.
‑¡Vete a la…!

Por si no lo sabéis, amigos, para que Diego se dignase prestar atención a algo que no fuese un buen plato de cocido, ese algo debía de ser altamente novedoso. Diezmesino y/o vago de nacimiento, salvo que su madre equivocase las cuentas, “Dormilón” se declaraba adorador del catre:
‑Amarás al catre sobre todas las cosas y al puchero como a ti mismo: estos son los dos mandamientos de la “Ley de Yo” ‑declaraba para definir su herética religión.
Y a fe que se afanaba en cumplir a rajatabla los dos mandamientos. Dicen que hubo días en que era tal el afán que ponía en cumplir con sus particulares preceptos religiosos que cuando llegaban las siete de la mañana era incapaz de seguir acostado:
‑Doce horas seguidas es demasiado para el cuerpo, y no es cuestión de convertirse en un integrista religioso ‑confesaba.
Así que, acompañado de un grupo de conmilitones, hacía su entrada triunfal en la Ciudad Universitaria entre palmas y pitos, ya que no entre palmas y olivos. Y no era para menos, pues, en los dos últimos cursos, no llegarían a treinta los días que había asistido a clase a primera hora. Sin embargo, este último año, alcanzó tal grado de responsabilidad que había semanas en que el jueves se encontraba tan absolutamente cansado de descansar que asistía a clase desde primera hora y, lo que aún era más sorprendente, incluso el viernes solía asistir a todas las clases.
“Dormilón”, caprichos de las musas, tenía otra afición: la creación literaria. Un filósofo dijo alguna vez que “de poeta y loco, todos tenemos un poco”, y como los dormilones, igual que los locos, tienen la fea costumbre de dejar vagar la mente libre de interferencias turbadoras, alguna musa despistada que andaba por los espacios universitarios, la debió encontrar tan vacía y limpia de polvo y paja, que decidió ocuparla sin consulta previa ni contrato legal de tipo alguno.
Émulo de aquel poeta salmantino‑ursaonés que consiguió la proeza de escribir un par de libros sin pasar de primero de Derecho en varios cursos, “Dormilón” se convirtió en el centro poético de varios colegios mayores. Animador de tertulias, festejos y demás juergas etílico‑literarias, era el perfecto complemento de Félix. Si el guaperas subyugaba por su físico, “Dormilón”, feo donde los haya, tenía una labia tan especial que, a pesar de su amistad, había sostenido duelos “ligatorios” con Félix, de tanta envergadura que si no llegaron a desembocar en tragedia fue gracias a la mediación de Nieves.
‑Muchachos, delimitemos vuestros campos de actuación ‑intervino Nieves una tarde en que las miradas de ambos confluyeron sobre una misma musa: ella misma.
‑¿Y por qué no dilucidamos la cuestión por medio de un duelo? ‑respondió Félix confiado en su fuerza física.
‑Dado que somos universitarios, supongo que te refieres a un duelo oratorio ‑arrimó Diego el ascua a su sardina.
‑Veamos. En primer lugar, yo en mi condición de ave en edad de desarrollo, no sólo me declaro en época de veda, exento de cualquier intento de caza sino que, además, no pienso, ni por asomo, atarme a ningún individuo hasta que el espíritu maternal llame a mi puerta.
Y luego de amplio debate sobre la cuestión, Nieves, estudiante de psicología e incipiente conocedora de ambos cazadores, dividió la especie cinegética femenina en dos grupos claramente diferenciados, según las específicas capacidades de cada uno de los dos cazadores.
Firmado el armisticio, las jornadas de ojeo en “Pluma y tintero” transcurrían sin incidentes dignos de destacar. “Dormilón” había extendido su campo de caza a los ambientes intelectuales de varios colegios mayores, incluido el “Virgen del Desconsuelo”, hábitat de Nieves Blanco. En ellos solía desarrollar, con resultados satisfactorios, sus técnicas de caza mayor a base de delicadas palabras e inigualables metáforas erótico‑festivas, mientras que Félix mantenía su coto de caza por “Pluma y tintero” y lugares afines.
No obstante, ambos cazadores solían compartir mesa, mantel y tintorro, como buenos amigos que eran, sin que eso interfiriese en sus actividades preferidas hasta aquella tarde en que, después del beso de Nieves a Félix, doña Gertrudis se acercó a la mesa donde se encontraban los Siete Magníficos.
A “Dormilón” no le afectó en absoluto la actitud decidida con que se aproximó a los tertulianos la madrastra de Nieves. Más aún, incluso le pareció simpática la forma de invitarla que tuvo “Mudo”: sin pronunciar una sola palabra, había conseguido despertar en doña Gertrudis sus más escondidos deseos libatorios.
Ahora bien, la mirada de miel y seda que se posó sobre la figura de Félix despertó sus instintos cazadores: aquella forma de mirar pertenecía al tipo de piezas cinegéticas que Nieves había clasificado como propias de sus artes venatorias. Por otro lado, estaba claro que un atleta como Félix no podía ni debía caer en el abuso de los líquidos etílicos sin poner en peligro sus propias esencias, así que, sin dudarlo un momento, “Dormilón” se adelantó hacia la dama y, escanciando en su copa una segunda dosis de aquel vino que “Mudo” le había ofrecido momentos antes, habló:
‑Mojad, señora, vuestros labios de este elixir, y dadme a besar la copa ‑dijo mientras ofrecía a doña Gertrudis su propia copa‑.
Pues debéis saber que si muero sin haber besado lugar que hollaron vuestros labios, diré que nunca logré vivir…
La madrastra de Nieves volvió sus ojos, vidriados por la emoción, hacia aquel trozo de carne humana con el que compartía cuenta corriente y poco más. Luego, miró el fondo de la copa que le ofrecía “Dormilón” y, decidida a alcanzar aquella sima que se le ofrecía, hundió en ella su…
Después del ataque de “delirium tremens” que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.

(Continúa).

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