A don Jesús María Burgos Giraldo,
un maestro que en su plena primavera nos enseñó a no temer al otoño.
Me gusta caer en una especie de ensueño, cubierto de arte, oyendo palabras suaves, tan suaves que no se pueden entender, pero que alivian el alma y hacen feliz al espíritu. Trasportan al espíritu a las alturas superiores, donde no existen la monotonía ni la prisa de la vida.
La cita fue escrita por Salvador Dalí allá por los años de su ambigua juventud, cuando su pujante rebeldía se embadurnaba de dragones azules y creaba imágenes oníricas más allá de la mente y de la muerte…
Cuando llega el otoño, a casi todos los humanos, nos ocurre lo mismo. Nos gusta caer o ascender, ¿qué más da?, sin crispaciones, como si en la caída o en la ascensión nevasen, sobre nuestra ingravidez, cáscaras de estrellas.
El otoño 2005 aún se resiste a llegar; las lluvias y los vientos andan desbocados contra la negritud de la pobreza. ¡Ni una gota de agua sobre mi cuerpo, ni una esquirla de viento sobre mi alma, que refresquen los hosannas de mis sentimientos!
Pero ayer… me llegó la señal.
El agua virgen que desempolva a las conciencias de sus cenizas, la ozonada lluvia que pule el asperón de nuestros sainetes, la lluvia sinfónica que recicla los sarmentosos corazones, ha vuelto a mojarme la frente.
Me preguntaban por el otoño; esperaban mis lectores, mi puntual crónica otoñal; me preguntaban desenfadados por mis versos grises y mis palabras quedas.
‑¿Qué te pasa Pablo? ¿Andas por los vericuetos de la política? ¿Tú también trapicheas con la miserable canción del estatuto?
Y yo sin respuesta que darles… Si acaso, tímidamente, sin levantar la cara, les decía:
‑¡A ver si llueve!
Y ya ha llovido. Poco, pero ha llovido…
Ya andan mojadas las campiñas del cuerpo y los barbechos del alma. Ya se mecen, como galaxias rojas, los sueños imposibles. Ya se acortan los días para que impere la noche, ya repican los bronces diseñando silencios, ya crecen las yedras donde se incuban las nieblas.
Ya no están solos los muertos, ni los amantes se encienden con los besos prohibidos, que ahora, las brisas de otoño, mecen, con parsimonias piyayas, las lunas arrayanadas.
Ya estamos ‑decía Ricardo Molina‑, con los que nada piden. Ya tienen los olivares auras platilunas y, en las rinconeras del pecho, las salamandras de oro, se aprestan a hibernar.
Las copas del estío, abandonadas a los pies de los acantilados, se llenan de espumas y olas que rufan, mientras los hombres buscan lucernas escondidas en sus nemorosos.
Ahora, se enredan las voces en las sombras de la tarde atardecida y el carillón de la noche sostiene una batalla contra los satenes y las sedas.
Ahora se desesperan los suicidas y cabalgan los centauros, pero solo los unicornios fornican. Se clavan los recuerdos en los montes del olvido, mientras que los amores perdidos son anclas e insomnios.
Ha llegado la estación de los tibios; el tiempo viejo que acalla sin remilgos los susurros de la alcoba; el tiempo en que los faunos alquilan las fuentes verdinosas y los amantes infieles buscan sus escondrijos en los áticos alquilados.
Le nacen cataratas a los luceros rojos, párpados de azabache a las miradas lascivas. Suena a réquiem en las esquinas del tiempo y los cordeles del sueño se deshilachan de esperas.
Sufren paraplejías los muslos de las vírgenes, las caderas núbiles argollan sus balanceos mientras los labios sienten al crujir débil y cercano de los musgos.
Ya no seducen los almendros, ni bebemos en los ónices licor de cerezas; apenas quedan las sonrisas limpias de los nietos y el suspiro profundo de los hijos.
La soledad, ayer adolescente, crece y serpentea entre sarmientos y hojarasca. Va al encuentro de otro pecho, de otra frente, de otra mano, de otra arruga, ayer, beso y desatino, hoy rescoldo y compañera.
Ocurre en otoño que el pecho atemperado siente el bocado del asma, el pellizco del recuerdo, el balanceo del columpio y el barreno de la traición… También, en otoño, la frente acompasada, serena en surcos, goza altiva, con la página amarilla de tu primer soneto, con la foto en sepia de tus amigos niños, con el sobre, casi ocre, nimbado de gaviotas de carmín en el anverso, con la insignia, ya sin brillo, de “jefe de filas” (que nunca príncipe) en la 2.ª de Burguillos, con el sedoso y sedado recuerdo de aquellas manos, en tiritañas, sobre el mapa virgen de Lucinda, en el Ideal Cinema de Úbeda.
Sucede que, en esta balconada de la vida, donde la vista necesita soles y la memoria heridas, traes a tus certezas la duda de Dios. El signo de interrogación se agiganta en el teclado, mientras que el caballo del estribo presto y sin bridas, galopa hacia tus almenas, donde tú, caballero con la armadura oxidada, esperas la embestida.
Se extravía la luz por la raya de poniente, se nos quedan las manos hueras de nidos y nos nace, en las yemas duras de la esperanza, un enjambre de mariposas blancas. Está llegando el otoño; está lloviendo en mi otoño.
El bosque se estremece ante el hacha del leñador, se marchitan las violetas al aroma del alcanfor, mientras al alacrán del dolor, clava, piadosa o criminalmente, su aguijón sobre las carnes, hasta calar el alma.
Hacen su agosto las plañideras, nadie envida una OPA por ti, se llenan las alcándaras de ortigas, se pincelan de escarchas los celadones de tus sienes y las aves de cetrería aparecen en tus leyendas.
A pesar de todo… amigo de mis días, compañero de camarilla, comensal de “quesos amarillos” y “benditos papajotes”, camarada de meditaciones, cómplice de mis juegos, adicto del cilicio, alma gemela del libro azul de Roma, cruzado de gesta ideal, redactor de Tanteos en ciclostil, discípulo amado de Jesús M.ª Burgos Giraldo, a pesar de todo, ¡no temas!
Si llueve y sientes que te muerde el otoño, no seas cobarde. Da un paso al frente, rebobina tu vida, saca de tu mochila la cantimplora de tu trabajo, el pan duro de tus salarios, el requesón de tus amores, el vino de tus dolores, la miel de tus hijos, las rosas blancas de tus amigos y las uvas, las uvas arracimadas de tus nietos… Y si en el fondo de la mochila, aparece un libro, de tu puño y sangre, o un poema de tu sangre y puño, abrázalo, ábrelo, léelo, léelo sin pausa, léelo y besa sus páginas, porque ese beso, caldeará los carámbanos de tu vida. Sentirás la emoción del Tabor en tu alma y traerás al altar de la transfiguración a tu mujer azul, a tu compañera, permanezca en tu cama u ocurra mudanza, porque sea lo uno o lo otro, en la vida de cada hombre siempre hubo un ángel azul con caderas palmerales y pechos dadivosos. Te elevarás sobre las lluvias, sobre las nieblas, sobre los musgos, sobre las yedras, ícaro de poderosa envergadura y rumbo cierto. Un rumbo que conduce a terrazas perfumadas de magnolias. Aprovecha, cuando llegues, y asómate al mundo mientras el mundo duerme. Desde allí contemplarás las neviscas de los almendros, los menguantes de los tamarindos, las podas de los olivos, las oraciones de los cipreses, la espumas de los océanos, los meandros de los ríos, las fumaradas de los volcanes, el verdear de los trigos, el hambre de los negros, los lujos de los blancos, el repicar de las torres, la voz de los minaretes, el bisbisear de los Krisnas , el crujir de las flores, el brotar las semillas, el nacer de los niños, el crecer de tus sueños y el vivir de tus hijos y los hijos de tus hijos. Luego, mirarás a tu lado, donde habita la luz y en esa luz, una mano de dedos largos, la mano de Dios, señalando al fondo, te indicará el camino de la eterna primavera. Habrás viajado, desde las lluvias de otoño hasta las lluvias de abril, sin sajar tus carnes con las alambradas de invierno.
Ayer llovió y ya es otoño… ¡ Bendito sea el dios de las lluvias!
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Publicado en: 2005-10-16 (91 Lecturas).