31-08-06.
Hoy he leído en un periódico que un constructor de cayucos decía que nunca se subiría en una de sus embarcaciones. Nadie mejor que él sabía la seguridad que ofrecía el medio de transporte que fabricaba para atender la demanda de los nuevos ricos de aquellas latitudes: las mafias. También he leído que los que consiguen llegar ‑este año van más de tres mil muertos en el mar y dieciocho mil llegados a puerto‑ son repartidos por diferentes ciudades españolas con un bocadillo y un papel en el que figura la dirección de una ONG.
Hoy, una vez más, me he cruzado con ellos por la calle Larios de Málaga. Su delgadez, camiseta limpia, pantalón pirata y tenis baratos de estreno delatan la inmediatez de su llegada. ¡Por fin, en el paraíso! Coches con dibujo en los neumáticos y apenas humo por los tubos de escape, muchos coches, tiendas, atractivos escaparates, restaurantes, calles asfaltadas, aceras, parques, autobuses nuevos, gente deambulando de un lado para otro… Los he visto mirar a todas partes. Ojos de asombro y de miedo a lo desconocido. ¿Y ahora qué?
Abandonados en la Alameda de Málaga, sin papeles, sin conocimiento del idioma, sin dinero, sin saber qué hacer… Pero… esto es el paraíso. Aquí hay de todo: supermercados repletos de comida, mujeres ligeras de ropa, muchos pisos vacíos. ¿Y trabajo? Eso es otra cosa. ¿Cómo buscarlo sin papeles? ¿Cómo ahorrar? ¿Dónde encontrar vivienda para vivir hacinados con otros compatriotas? La gente los mira sólo de reojo. Todos pasamos de largo. Tenemos prisa. ¡Nosotros, tan hartos de todo! ¡Ellos, tan hartos de nada! Les dijeron que aquí la vida era fácil, pero sólo encontrarán trabajos precarios, se aprovecharán de su ilegalidad y difícilmente conseguirán crear una familia. El color de su piel es una barrera en este país de blancos racistas, con palabras vacías de solidaridad. Mientras tanto, sus familias siguen en la periferia de San Louis, en una aldea perdida de Ghana, en una chabola de cualquier ciudad subsahariana, comiendo una vez al día, sin medicinas, sin recogida de basura, sin alcantarillado, sin luz, sin agua corriente… esperando noticias del hijo y del hermano que consiguió embarcar en el cayuco con los ahorros de toda la familia.
Los que consiguen llegar, con ropa nueva que la Cruz Roja les regala, perdidos en el desierto del bienestar, esperan la noche estrellada de Málaga para dormir unas horas sobre el húmedo colchón del césped de algún parque. Es el final del sueño.
Ahora, al iniciar una nueva etapa, imaginan que algún día regresarán con anillo de oro, coche de segunda mano y… ¿quién sabe?… a lo mejor una rubia por esposa. De algo tiene que servir haber vivido en el paraíso.
Pero la realidad es muy diferente. Acabarán en guetos marginales, trabajando doce horas en un chiringuito de la playa, en un invernadero, en trabajos eventuales que nadie quiere, o en la delincuencia. Si es mujer, cuidando ancianos en familias que protestan de tanto “efecto llamada”, al mismo tiempo que presumen de tener una ilegal marroquí en casa. O tal vez, con un poco de mala suerte, terminarán en un prostíbulo para goce de fracasados sexuales.
Oigo esta mañana en la radio que hay miles en lista de espera en las costas guineanas; que miles de mexicanos, de salvadoreños, de panameños… están dispuestos a atravesar la frontera norteamericana. Que multitud de asiáticos quieren huir de sus países en busca de un mundo mejor. ¿Todavía hay alguien que no se haya dado cuenta del fenómeno migratorio en el que vivimos? ¿Cómo nos defenderemos de él? ¿Con ejércitos? ¿Con migajas de cooperación? ¡Que me dejen de historias de globalización y me cuenten la verdad de la causa de todo este embrollo! Son los efectos retardados del colonialismo. ¿Pensábamos que la explotación que el primer mundo hizo de los países del Sur y posterior abandono (descolonización) se solucionaría con férreas fronteras? Sus dirigentes aprendieron bien la lección de la opulencia a costa de los súbditos miserables (véase la película El Señor de la Guerra). Y, estos, desesperados de tanta pobreza, se asoman a la ventana de la televisión para huir de la nada, aún sabiendo del riesgo de muerte en el intento. Al menos les queda la esperanza de encontrar, si llegan, algo mejor de lo que dejan.
España con una situación estratégica excepcional para entrar en el paraíso europeo lo tiene crudo. ¿Cómo armonizará el discurso de la solidaridad con la invasión masiva que se avecina?