02-02-08.
Antonio Huete Ramírez es un compañero de mi promoción con el que coincidí en Linares allá por el año 1968. A pesar de los siete cursos de internado y de la concurrencia casual posterior, nunca fuimos amigos confidentes, pero la simpatía mutua funcionó siempre de forma espontánea. En la asamblea de la asociación de hace dos años pregunté por él a otro compañero de Baena, pueblo donde se afincó desde los principios de los setenta. «Es un señor serio y respetuoso, con amplia familia», me dijo. Los recuerdos afloraron naturalmente. Huete era muy inteligente: creo que nunca bajaba de sobresaliente excepto en Música, en la que demostraba nula capacidad para entonar. Sin embargo, leía a gran velocidad las notas y don Lisardo lo aprobaba con toda justicia. Si la música era negada para él, su facilidad para la literatura era prodigiosa. ¡Yo envidiaba su forma de escribir!
Hace unos días, por arte de magia internáutica, recibo un correo suyo, al que respondí aportándole información de algunos compañeros y de la corta historia de nuestra asociación. Su respuesta a la noticia del fallecimiento de Diego Verdera es un homenaje más a aquellos tiempos en los que la amistad era uno de los tesoros más preciados. Por eso he pedido a Berzosa su publicación.
Esta es su carta:
«Aunque me duela en el alma y me sienta con la hiel caminando por los adentros, tengo que responderte y agradecer la siempre bienvenida miel de las noticias que me llevan al retorno o, mejor, al origen de lo que entonces fuimos. La miel es la agradable sorpresa de tus noticias pero que –hoy‑ me traen mares de infinitas espumas y de olas asesinas. Esta hiel impensada de la muerte del amigo, del que antaño fuera compañero insobornable y testigo de las dudas y de la íntima miseria de quien hoy se sabe un poco más solo en el recuerdo y ‑¿porqué no decirlo?‑ en el presente, en esta praxis diaria que, paso a paso, nos acerca al hormiguero interior donde nos vamos devorando a nosotros mismos…
Hay en tus noticias un reguero de nombres tan queridos que, ahora, después de leer tus noticias, van desgranándose como las notas de esa sinfonía que nos persigue, semejante al leitmotiv de nuestra puesta en escena: la vida, al final de tantos recovecos, nos lleva a una recta donde todo se hace mucho más claro –diáfano‑ y nos exige lo que nunca fuimos capaces de dar: la verdad a secas, sin recovecos, sin melindres, sin paliativos.
¿Tú sabías, Diego, que ese otro Diego, el que ha visto la última luz y saboreado la sal final en los mares de su querido Cádiz, fue el compañero de mi alma en el último año de Magisterio, cuando compartimos la misma camarilla allá por el año 1967? ¿Tú sabías que me fue encomendado por aquella curiosa álgebra de los jesuitas ‑léase P. Jesús Mendoza‑ para que, de alguna forma, intentara llevarlo por el camino que ellos deseaban? (No pierdas de vista que su hermano mayor –Manolo‑había sido expulsado de Úbeda porque ‑según los santos varones de la Societatis‑ no daba el perfil correcto para ser un educador de la SAFA).
Canito ‑nombre de guerra de Diego Verdera Casanova‑ y yo vivimos un año entero en el mismo habitáculo. Concretamente, él en la litera de arriba y yo en la de abajo. Nos sobró el tiempo para hablar de todo lo humano y de todo lo divino. Tengo que reconocer que él era mucho más sincero. Me hablaba de su familia, de su Cádiz, del mar, de los carnavales, de sus ilusiones… Yo, lo reconozco, aparte de ayudarle en algunos temas de Literatura y de la horripilante Química ‑¿te acuerdas de “El Bola”?‑, nunca le dejé entrar en mis adentros y apenas si compartí con él alguna que otra confidencia. ¡Cómo me quema el recuerdo! ¡Brindo con lágrimas por un amigo tan amado! Él siempre supo que yo lo quería.
Va para seis años, que un día se dejó caer por Baena. Imagínatelo: sólo, en un Opel Corsa, completamente calvo, vestido de forma arcaica ‑chaleco de los de traje, vaqueros y camisa impólutamente blanca‑ con el oliva de su piel que nunca dejó de ser gitana, llegando a la puerta de mi casa. María del Pilar ‑la mayor de mis hijas‑ fue quien le abrió la puerta. Se llegó hasta la pequeña estancia que uso como despacho y me soltó: «¡Papá, un hombre raro pregunta por tí!». Y allí estaba él, de forma insobornable, aquel marino de aguas dulces, empeñado en darle sal a su existencia, contándome tantas y tantas cosas: de su vida, de su mujer, de sus hijos, de sus aspiraciones, de los recuerdos que compartíamos… Me habló del Aula del Mar, del océano que siempre fue una constante en su discurso. Yo, la verdad, lo veía como descentrado, como perdido en el tiempo, como si hubiese escapado de otro mundo, como si sus coordenadas geográficas y humanas estuviesen al pairo de un aire enloquecido y ‑¿porqué no?‑ marinero… Diego ‑el amigo ya siempre ausente‑ me ha roto la vena del recuerdo y las gotas de hiel me llevan horadando desde que supe que Canito había vuelto ‑esta vez, de manera definitiva‑ al seno del agua y de la sal que tanto había amado. ¿Por qué todos perseguimos un horizonte que, al final de la jornada, termina por devorarnos como si fuéramos hijos menores de un dios que no soporta la idea de que nos volvamos mayores?
Hoy ya no te canso más. Tu lista de nombres es emotiva: El Macho Elvira, Quesada, Juan Torres, Pedrajas, Orellana… Pero el adiós de Canito (una vez trajo a Úbeda un camaleón del Golfo al que bautizó con ese nombre) me ha abierto todos los poros de esta piel curtida por los años… Un abrazo, amigo Diego, y que Dios o el diablo nos mantengan vivos y con ganas de seguir creciendo».