Poesía recital, 3

20-04-2008.
2.ª etapa. Poesía religiosa-existencial (1981)
Pasado el calentón social, dirigí mis versos a la mirada interior del hombre que llevamos dentro: el hombre existencial, de carne y hueso, el hombre concreto que duda, lucha y agoniza con su vida a cuestas. El poema dejó el dardo y recogió esa otra mirada humanizada. Así nacieron las colecciones «Sustantivos de invierno» y «Manos abiertas», producto de una reordenación que hice de los primitivos «Colores y nubes» y «Poemas de la intrahistoria» (2).

Lo colectivo dejó paso a la individualidad del yo frente al mundo. Hernández y Neruda se matizaron, no se arrinconaron, y afloró el mundo poético de Unamuno, Machado y Blas de Otero. La poesía se convirtió en una nueva forma de oración, de filosofía y de vida cotidiana.
Cuando leí estos versos de Unamuno ‑que cito a continuación‑, un frío de alfileres me dejó bastante tocado con su poesía de acantilado:
«La vida es duda. Mientras viva, Señor, la duda dame.
La vida dame en la vida y en la muerte, la muerte.
Dame, Señor, la muerte con la vida».
5
La idea de Dios surge de lleno en todo poeta. El Dios poético es siempre trascendente; siempre anida en el fondo del alma, nunca a flor de piel. El Dios poético es un Dios de «calidad», en actitud de búsqueda, nunca determinado ni encasillable. Si Dios es belleza, misterio, amor y aventura… ¿Cómo no va a buscar el poeta a ese Dios? ¡Ay de los escribas v fariseos que han puesto puertas al Dios infinito e inconmensurable! No es un dios transparencia, es un dios-niebla, inabarcable. El salto al vacío se vuelve paradoja y angustia… pero Dios está con el poeta. Este soneto, composición solemne, está dedicado a Unamuno, por razones obvias, y su título es elocuente.
Dios del silencio
Dios del silencio, cruz, mirada. Huerto
que me riegas por dentro en mi agonía,
sabiendo que reclamo tu alegría
y tu mano espumosa y tu concierto.
Ansia de amor en mi sustancia. Puerto
del misterio mortal, alegoría
sea mi duda hominal. Tu frente fría,
volcán y rito existencial. Injerto.
Dios de la niebla. Hombre inexistente
soy
sin
Ti; y sin mí, tú eres presencia
del proal de la vida. Tu existencia
crea en mí con mi angustia. Dios latente
en el ser y el no ser. Hombre en esencia.
Hambre del hombre. Imán incandescente.
(«Jornadas sin indulgencias», 1976)
6
La vida empieza para cada hombre con el nuevo amanecer, o sea, con el cantar de los gallos. Y esto no es sólo una metáfora. El sueño es dormir, morir acaso. Soñar es fabricar ilusiones, dibujar quimeras, castillos en el aire, huecos… Cuando el día se abre, la vida cotidiana se nos vuelve a presentar como una nueva tarea que realizar. Y el hombre de a pie se interroga sobre ese nuevo préstamo.
Este poema es de una sencillez que impresiona, como la vida misma, tan rutinaria en apariencia que cada momento nos sorprende.
Y algunos se empeñan en no darse cuenta. Godot es el símbolo de la esperanza.
El cantar de los gallos
Son las cinco o las seis, tal vez las siete,
amanece un mañana en claroscuro,
inexacto y coqueto…
como aquella inmensa aurora vacía,
en donde todo era un futurible de promesas,
y un mar de espuma
tras la noche de los grillos y de los gritos.
Otro día cabizbajo se nos presta,
en esa rendija de amarillo
desprovista de masa y de palabra.           Sólo el aire
Otro sueño hace mutis por el foro
de la escena cotidiana de otro día.
Y otra lucha, y otra derrota,
y otro acecho entre los huecos de las horas,
y otras ganas de querer, y otras caídas
esperando a Godot bajo las sábanas.
Hace sol o hace nieve, tal vez brisa,
madrugada impotente de los gallos
peleones, soberbios, mañaneros
con el rojo guirigay de sus corrales.
Otro día viene nuevo a tu existencia,
de la mano del amigo y de la vida.
Y otro encuentro, y otra fatiga,
y otro segundo despiadado que se pierde,
y otra fe en el hombre, y otra vergüenza
al oír la diana de los gallos.
Son las doce de una noche incompleta,
anochecen mis fuerzas en los puntos
diminutos y lejanos,
como aquel viaje infecundo y recordado,
donde todo fue un contacto de epidermis
o un paréntesis inexpresivo,
tras el día programado de horas muertas.
Otra noche de insomnio se nos brinda
en el guiño da la luna
maternal y elegante.                             Sólo el eco.
Otro trozo de vida se me escapa
de mi cuenta personal e intransferible,
y otra conciencia, y otro resumen,
y otro contar las ovejas de algodones,
y otras ganas de oír los kirikiris,
esperando a Godot entre el pijama.
¿Y mañana? ¿Volverá el cantar del gallo amigo?
(«Manos abiertas», 1976).
7
El reloj no sólo marca el tiempo inexorable, sino que anuncia la muerte cierta y necesaria. Preocupados mucha veces por el más allá, se nos olvida concentrarnos en el más acá. No nos hemos convencido aún de que la muerte forma parte de la vida. El tictac se nos escapa y la cuerda del motor se hace cada vez más endeble. Pero esto no nos debe producir un temor a la muerte, aunque –evidentemente‑ nadie quiera morirse. Sólo es un resultado lógico de la vida, un fin de escena de ese gran teatro del mundo. Este poema es muy corto, como la vida misma. La palabra «doce» se repite con insistencia. Es el número limitado.
El reloj
Daba el reloj las doce
y eran doce las doce campanadas,
doce golpes de lanza, doce manos,
doce sones sonaban, doce gritos
dulcemente dulzones. Eran doce
los latidos cordiales del tictac.
Doce horas gastadas, son ya doce
las esperas de insomnio descifradas,
doce goznes chirrían, doce planos,
doce cifras de vidrio, doce de pitos
agriamente gritando: ¡que son doce
los impulsos vitales del tictac!
Doce palas de tierra, serán doce
las reliquias de tela osificadas,
doce toques de bronce, doce tacos,
doce rosas serán, doce silencios
tristemente tristones guardarán
el motor de la cuerda del tictac.
(De «Manos abiertas», 1976)
8
La infancia es ese período de mimbres y de juegos, pero también es la marca del hombre. Podrá parecer extraño que incluya este poema como alcalaíno, pero mi infancia transcurrió en Alcalá, en aquella calle Los Caños, junto a mis amigos del trompo y del triángulo, la escuela, la plaza del Ayuntamiento… y tantos rincones del alma. Aunque no lo parezca, a primera vista, todo el poema respira alcalainismo. Es una Alcalá, tal vez perdida, y tal vez redimida por la poesía para siempre. Toda mi generación pudo tener y, estoy seguro, tuvo las mismas o parecidas vivencias de su infancia. El poema hace un repaso de lo que fue la vida de un alcalaíno cualquiera de los años 50; de un alcalaíno del pueblo-pueblo, como yo. Mi madre está en el trasfondo de todo el poema: de ahí que vaya dedicado a ella.
Infancia – 1
A mi madre,
creadora de mis alas, de mis noches y de mis juegos
Recordando recuerdos.
Recuerdo un patio,
y una higuera agridulce junto al pozo, (3)
y una luz amarilla entre mi cama,
y una sombra escociendo mi cabeza.
Recuerdo un libro,
y un camino rastreado por el agua,
y un puchero masticado con pan duro,
y unos pasos encorvados por la cuesta,
y unos palos con el cinto y la palmeta.
Recuerdo un grito,
y unas caras alargadas por los ojos,
y un oscuro despertar oliendo a tierra,
y una calle kilométrica de piedras,
y un moral en el parque marginado.
Recuerdo un triángulo,
y una bolsa de bolas y de perrillas,
y un mordido lapicero entre las manos,
y una Hostia consagrada, humedecida,
y otras hostias de fuego magistrales.
Recuerdo un templo,
y una nube de sotanas descosidas,
y unas misas soñolientas y despiadadas,
y un orgasmo solitario y confesado,
y un cortijo femenino con mi cuerpo.
Recuerdo un día,
y una caja de palo entre mis brazos,
y una masa de cuerpos con caretas,
y una larga oración deshilvanada,
y una torre sedienta de campanas.
Recuerdo un nombre,
y una madre llorando hasta las doce,
y unas voces despeinadas por la noche,
y un tictac de relojes invisibles,
y una ausencia de besos… y muchas cosas.
(De «Sustantivos de invierno», 1980)

 


 

(2) Hubo una reordenación posterior que daría título a mi primer libro, Hominal presencia (1985).
(3) En Hominal presencia aparece repetida la palabra «patio», una errata que queda corregida.

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