Poesía recital, 1

09-03-2008.
El primer recital lo di en el Castillo de la Mota (agosto, 81), con motivo de los actos culturales que suele organizar el Ayuntamiento de Alcalá la Real. Mi saludo fue el siguiente:
«De nuevo aquí, en esta noche festiva que huele a plegaria mariana y a saludo de emigrante, desde esta atalaya vigía, casi siempre dormida, hoy viva y caliente. De nuevo aquí ‑digo‑ entre vosotros, paisanos todos. Paz y amistad sea mi saludo».
***

En este recital, quise hacer una síntesis de la poesía que había hecho hasta entonces. A mí me sirvió de inventario y a los asistentes ‑al menos‑ para ser testigos directos de mi propia desnudez y de mi primera confesión pública.
A algunos les molestaba ‑parece ser‑ que me asomara a la ventana del periódico Ideal, escribiendo sobre esto y aquello; otros se preguntaban qué interés perseguía con esa decidida voluntad de participar en todos los actos culturales de Alcalá la Real. Hubo también quienes no acababan de masticar la ilusión ‑yo procuraba que fuera eterna‑ de asistir al batacazo de este profesor‑poeta que estaba ante ellos. A todos les pedí que cultivaran su propia rosa y que dejaran batir alas a los que pensábamos que cada uno era ‑y es‑ sujeto de su propia historia y, más aún, que la existencia diaria es un rehacerse en cada jornada. Recuerdo que insistí en la idea de que salvarse o condenarse por nuestro pie siempre será un acto heroico, respetable y valiente. A los que me animaban y creían en la fecundidad de la palabra, en ellos intenté sembrar otra mirada y otro despertar ‑desde allí‑, junto con unos versos que se convertían en retales del alma.
No buscaba protagonismos porque, como hombre en el mundo de hoy, estaba convencido de que el campo literario no era abono propicio para el liderazgo. El Premio Nobel, por ejemplo, tras mucho esfuerzo personal y mucho más de circunstancias, además de gran cantidad de genio y de ingenio, se concede a los setenta y pico. Y la verdad ‑podéis creerme‑, yo no tenía ningún interés en llegar a viejo. Ahora ‑ya mayor‑, cuando preparo esta antología, tampoco tengo interés en serlo.
Un recital poético sigue teniendo para mí un solo sentido: servir de canal de intercomunicación.
Así lo he dicho siempre en todos los recitales que he dado (Granada, Lisboa, Alicante…). Porque en él se produce el diálogo del yo social del poeta con un lector colectivo, precisando la tesis machadiana de Juan de Mairena. La poesía no se lee ni se degusta, bien porque no se entiende, bien porque no hay un clima adecuado para ello, bien porque la vorágine del tiempo mecanicista que respiramos ahoga nuestros rescoldos más íntimos. Por ello, la poesía ‑que es conocimiento, además de vida‑ debe propagarse mediante un careo directo entre el autor, la obra y el público. Existe en nosotros un nimbo de luz que nos dirige irremediablemente a la espiritualidad del hombre, aunque intentemos disimularlo. Cuando vas por ahí pregonando tu propia voz, coloquiando con los otros «yo» ‑reflejos últimos de tu «yo»‑, saboreas la sensación de que no es estéril lo que escribes. Que guste o no, eso es otra cuestión.
Me importaba mucho hacer llegar este mensaje ‑y me sigue importando, claro‑, para que entendamos que el poema es recreado siempre por el otro y, por eso, la unicidad del poema se multiplica cada vez que el público ‑que es heterogéneo‑ lo lee o lo escucha; y así lo hace cosa suya. Yo creo (de creer) en lo que creo (de crear). A tal efecto, decía don Miguel de Unamuno, no en balde nos coloca esta cita en el contexto de su ensayo Vida de Don Quijote y Sancho.
«[…] vino a perder el juicio [don Quijote], y llenósele la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser verdad lo que era sólo hermosura, hasta tal punto que hízolo verdad de puro creerlo».
Hasta tal punto es esto así que el poeta debe regalar sus versos a la voz colectiva del pueblo que es, en definitiva, su verdadero creador originario, devolviéndole así, agradecido, su personal inspiración, que nace siempre en los veneros del pueblo. Sea, pues, el poeta un humilde portavoz de ese pueblo del que forma parte como «hombre arrojado al mundo», en frase de Heidegger.
Quise, conscientemente, extenderme en este prólogo‑introducción de mi primer recital alcalaíno por dos razones fundamentales: la primera, por exponer la que era mi concepción poética en los albores de la democracia (poesía social); la segunda ‑quedó dicho al principio‑, por hacer un inventario de lo que, hasta entonces, había considerado centro de mi producción poética. Ahora pienso de otra manera: ni afincados en el Parnaso de los dioses, ni sujetos al panfleto oportunista.
Aludí a «Poesía y pueblo», un estudio que tengo publicado por ahí, en donde ahondo en esto que digo. Porque el poeta, como técnico del lenguaje que es, necesita de una nueva pedagogía popular y de una nueva mística que huya del aggiornamento de la literatura, damisela hoy, devorada por la capitalización del arte. La función del poeta ha ido dando tumbos históricamente, desde la figura del poeta guerrero medieval (entre juglar y corifeo de la hazaña épica) hasta la del poeta marginado (bohemio y maldito del romanticismo), pasando por la del poeta cortesano renacentista (plácido en su nirvana estático y feliz bajo el mecenazgo de turno).
Ahora asistimos a una nueva tutoría que nos perfila una imagen del poeta‑mercancía que aspira a venderse a bajo precio en los premios florales o en el flash luminario de la editorial. Necesitamos la existencia del poeta artesano que, hecho de carne y hueso ‑hombre‑, sea portavoz del HOMBRE.
La poesía ha perdido el vínculo con el lector ‑decía Neruda‑ y es verdad; pero buscar el testimonio y el compromiso no tiene por qué exigir nuestro «adiós, amor, hasta mañana, besos».
La poesía en su origen sólo fue eso: voz de pueblo. Las baladas de siega, trilla y veladores conformaron nuestra primitiva lírica.
Hice un breve recorrido por el paisaje poético de la historia y recordé cómo los cantares de gesta sembraron el mantillo de la épica y originaron, posteriormente, el romance; cómo fue en el Renacimiento cuando se enclaustró el poema y cómo, a partir de entonces, se nos dio acuñado con la pirueta erudita de la Ilustración o volcanizado con el elan vital del fuego romántico. Me adentré en el canon normativo del Siglo de las Luces y barajé el imán rebelde del siglo del corazón; luego me detuve en el positivismo y en los movimientos de vanguardia que conseguirían actitudes de quiebra y ruptura. Y terminé matizando cómo evasión y compromiso se aceptaban sin más, como irreconciliables, en la lírica de la segunda mitad del siglo XX.
[Ahora, en los albores del XXI se intenta salvar esa dicotomía, aunque cada uno va a lo suyo y por su cuenta].
Pedí disculpas por este breve paseo literario, pero lo creía necesario para enmarcar mi lectura.
La poesía es ante todo lenguaje y éste, que está en la palabra, dará las claves del ejercicio poético. A caballo entre la «palabra esencial en el tiempo» de Machado y la «conciencia puesta en pie» de Aleixandre, la poesía alcanzará ‑poco a poco‑ las orillas de la «inmensa mayoría» de Blas de Otero.
Presenté, pues, un recital sobre el recorrido de 1975‑1981. Ahí dejé hilvanados los hilos sucesivos de tres etapas poéticas. Elegí tres poemas generales y un poema de tema alcalaíno.
A partir de entonces, los versos que nacieron en mí volarían por el cielo escondido de aquella noche agosteña y, desde ese gran mirador, en otro tiempo bélico, irían a sembrar la paz y la palabra a todas las lucecitas que nos guiñaban a todos desde allí ‑la ciudad‑ abajo.
Decir, finalmente, que la ilustración que acompaña este capítulo sobre “Poesía‑recital” es un grabado del pintor alcalaíno Pepe Sánchez, quien tuvo la amabilidad de regalármelo con la siguiente dedicatoria: «Para Rafael, de otro alcalaíno, a quien también le duele Alcalá. 1974».
Como agradecimiento y homenaje, he querido que su grabado ilustre la página primera de mi primer recital.

Deja una respuesta