El último viaje

El conductor clavó su mirada en el espejo retrovisor, lo movió suavemente y, de nuevo, lo devolvió a su posición inicial. Una sonrisa apenas esbozada, acompañada de una leve inclinación de cabeza, devolvió la tranquilidad a los dos viajeros que, segundos antes, habían llamado su atención sobre el joven que acababa de tomar asiento en la parte trasera del vehículo.
—Lo conozco: no hay problema —susurró levemente para apaciguar el nerviosismo de los pasajeros que, ante su presencia, habían intercambiado una serie de gestos de inquietud.

No era la primera vez que aquel joven de presencia zarrapastrosa quebraba la monotonía del último viaje. Descendía, siempre en la misma parada y, amparado por las sombras de la noche, buscaba el refugio de un oscuro portal. Allí se abastecía de la dosis que, un día más, alargaba su arrastrada vida. Luego, el pinchazo de cada noche y, minutos más tarde, de nuevo el autobús, de nuevo el hogar, de nuevo la rutina de cada día.
Aquella noche era una más. Sólo alteró la rutinaria monotonía diaria su mano extendida hacia el conductor, algo más temblorosa que de costumbre. Éste se levantó levemente, atrapó aquel manojo de huesos quebradizos y lo ayudó a subir. El joven rebuscó por varios bolsillos:
—Colega… me faltan cinco céntimos… Si quieres me bajo, ¿eh? Que aquí uno no quiere molestar…
—Es igual —respondió el conductor—. Ya estás arriba…
Con paso vacilante, y ante la mirada despectiva de algunos viajeros, el joven alcanzó, una vez más, la cola del autobús: su asiento de cada noche. Varias miradas inquisitoriales se tornaron en miradas de indiferente alivio al ver que su cabeza caía a un lado rendida por el cansancio.
—Hasta llegar a las cocheras no me percaté de que estaba ahí —declaró el conductor al forense, señalando el bulto inerte del joven.

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