El sabor del incienso, 5

06-01-08.
Desde el “Ateneo” al portal del n.° 24, apenas tardé tres minutos. Tan ensimismado iba en la trama, que la calle, muy transitadaa esas horas, me pareció una vereda solitaria, un camino viejo de los que conducen a ninguna o a todas partes. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba subiendo, al trote, las escaleras que me abrirían la puerta del Cáliz de Cristal.

Presioné el llamador con la palma de la mano, esperé unos segundos y apareció la figura de Talestris, esta vez con túnica de raso azul, sandalias de pescador, largos pendientes y pelo enclaustrado bajo una felpa de enigmáticos relieves, que le daban un aspecto ceremonial y mayestático, incrementando su hermosura, y añadiendo a su belleza, un perfume para el rapto.
En esta ocasión, no me saludó con un «¡Ave!», sino que puso dos veces las violetas de sus labios sobre mis mejillas. Yo quedé tan sorprendido, que no supe corresponderle.
—¡Eres muy puntual! —me dijo; a lo que añadió—: Los hombres así de precisos, tienen la primera batalla ganada.
Para hoy he suspendido las clases. Voy a dedicarte toda la tarde. Luego, entrando por el corredor que daba a la biblioteca, dejando atrás el salón de los inciensos, nos dirigimos hasta una puerta con arco de medio punto que daba entrada al aula de Blavatzki.
Era éste un amplio salón, de pulcro y limpio aspecto, a modo de aula magna, que tenía una mesa, tan extraña, tan maravillosa, que no me resisto por más tiempo a describirla: «Era un espejo grande y redondo, formado por una aleación de metales, en el que, al mirarlo, podías contemplar los siete climas del universo. Este espejo era tablero de mesa con cerco de verdes berilios, incrustaciones de color rubí y relieves perlados. Talestris me dijo que tenía un diámetro canónicamente solar, siendo una perfecta reproducción, una réplica exacta de la mesa de Salomón, que Juan Eslava, el nazarita, llevaba siglos buscando, poniendo por coartada la búsqueda del unicornio».
Cuando vi aquello, recordé aquel signo que a modo de jeroglífico llevaban las cajas de las réplicas en el Ateneo, y que don Carlos había observado en el programa anunciador.
Un sillón de terciopelo azul y doce sillas completaban el mobiliario de aquella sala. A ello había que añadir tres cuadros, uno en el centro de cada pared, exceptuando la frontal, en los que se podía contemplar un denominador pictórico común: los tres lienzos representaban escenas del Fausto de Goethe. Mefistófeles tenía allí su pinacoteca particular.
Repasado el inédito mobiliario, Talestris se sentó en el sillón azul, mientras yo repasaba, atónito, cada detalle, cada maravilla de aquel laberinto.
—Comencemos la segunda lección —me dijo Talestris, indicándome que tomase asiento en una de aquellas sillas, tan incómodas como fabulosamente diseñadas.
—¿La segunda lección? —le pregunté extrañado.
—Sí, ayer, aprendiste las fábulas del incienso, viajaste hasta el Leteo en los aromas del beleño negro, tocaste la piel de las vírgenes prudentes y jugaste con Maya en la sala de los edredones.
Yo callé con un silencio elocuente.
—Pues empecemos. ¿Has observado esos tres lienzos que cuelgan de las paredes?
—Sí, Talestris. Parecen escenas del Fausto.
—Exactamente. Has acertado; pero ahora debes descolgarlos, darles la vuelta y volver a colgarlos.
Tomé el primero con las dos manos, le di la vuelta con sumo cuidado y cuál no fue mi sorpresa al comprobar que el envés era un espejo donde se reflejaba, no mi rostro, sino toda la belleza de Maya perdida en las aguas. Y aquel rostro me sonreía.
Aquello me resultó tan fuerte, tan sorpresivo, que casi se me cae al suelo. Cuando lo pude colocar, desapareció aquella hermosa sonrisa, quedándose el espejo sin imagen que reflejar.
Di unos pasos hasta la segunda tela, realicé la misma maniobra, esta vez con más cuidado, y fue el rostro de una de las mujeres que había visto subir por las escaleras el que se dibujó en la parte posterior del lienzo.
La tercera pintura me reflejó una máscara que me sugirió las tragicomedias de Eurípides de Salamina y en el que, en un acto de memoria profunda, reconocí que aquel perfil bien pudiera ser el de Medea en los infiernos, incluso el de la Gioconda en sus días terminales. Talestris, sin decir palabra alguna, escribió en un papel, lentamente, un nombre de mujer: ÁTROPOS.
—Tres rostros de mujer y un enigma que descifrar —dijo Talestris, levantándose y dando por finalizada la clase.
Tal desmayo debió notar Talestris en mí, que salió a mi encuentro y, dándome la mano, me llevó hasta el espejo mágico en que había escrito los tres nombres de mujer.
—Pon tu mano aquí, —me dijo y, al hacerlo, sentí que los dedos se mojaban de aguas frías.
Talestris, que había contemplado la escena en completo silencio, alcanzó uno de los libros que reposaban en los atriles. Se trataba del Valle de la Luna, cuyo autor, según rezaba en su portada, era Jack London. Lo abrió y me invitó a leer este párrafo: «No construyas tu vida sobre la ilusión repetida y sacrifica tus visiones. Para ello necesitas de mi ayuda. Yo te llevaré por el mundo de los sueños, por las mezquindades del placer, por 1a infidelidad de los sentidos, por las danzas magníficas de los vientres lisos, los pechos prietos, las caderas anchas y los ojos entornados. Cuando sientas soledades en las noches de plenilunio, deberás beber en un cáliz de cristal las nicandras del último orgasmo».
—Hemos acabado por hoy —me dijo, mientras dejaba el Valle de la Luna sobre un atril con pie de águila.
Cuando salimos del aula, oí unas voces femeninas, que conversaban animadamente entre risas calladas.
—Ven, que te conozcan mis discípulas preferidas.
Y me llevó hasta el salón de las siete ciudades —la biblioteca—, donde me dio a conocer a Beatriz, Berenice y Belisa. El rostro de esta última me dejó petrificado… Aquella mujer vivía en el abismo de mis recuerdos.
Belisa ponía en mi espíritu los mismos escalofríos que Maya. Aquellas mujeres iban vestidas como los tiempos y las modas demandan. Blusas, pantalones estrechos, zapatos planos, pelo corto, y bolsos para todo, componían su limpio atuendo. Solo en un detalle único coincidían. En el dedo anular de la mano derecha, llevaban una sortija de esmeraldina, sellada con un signo que ya me era familiar: un tarando, que volvió a poner zozobras en mi cabeza.
Tras la presentación, me sentí algo tímido. Fue Belisa la que,.con voz seductora, me preguntó:
—¿Cuándo te has iniciado?
No supe qué responder. No entendí la pregunta; pero Talestris me sacó del atolladero, diciendo:
—¡Belisa, sólo hace unos momentos que Pablo ha dado la primera lección de Teosofía!
Belisa se dio por satisfecha, a la vez que Beatriz y Berenice sonreían con magnanimidad, observándome con plenitud. Me invitaron a sentarme entre ellas, en el amplio sofá, mientras Talestris se excusaba para ausentarse unos momentos.
Estuvimos hablando largo tiempo de temas de actualidad, del tiempo, de El manuscrito carmesí, de la desaparición del Convento de Capuchinas y, a la vez, de la aparición de esqueletos humanos en las celdas de Santiago, del Mayo Cultural, del viaje a lncio, y otros asuntos de plena actualidad en la ciudad.
Aquellas mujeres eran tan cultas como hermosas; tan locuacescomo enigmáticas. Bajo su aspecto de modernidad, encerraban la magia de lo insondable, el sabor de lo viejo. Beatriz dijo ser profesora de griego. Berenice vivía, al parecer, de sus clases de danza. Belisa, que ya iba siendo mi interlocutora preferida, se dedicaba a esclavizar los vientos sobre los acantilados de los lienzos. Tal era su obsesión por las lluvias, las tormentas y los oleajes, que sus cuadros los firmaba espolvoreando arenas de oro entre las cerdas de su pincel. Sus compañeras la llamaban, cariñosamente, la “eólica”.
Había pasado una media hora de amplia conversación, cuando apareció el que yo creí, hasta entonces, amo de llaves, con una bandeja en la que tintineaban seis copas, tres patenas con aperitivos y unas botellas.
—¡Qué detallista eres, Alexis! —le dijo Berenice, entre el regocijo de Belisa y Beatriz.
—¿Y Talestris? ¿No viene? —preguntó Belisa, sin que le diera tiempo a proseguir, ya que Talestris apareció tan canónicamente vestida como siempre; aunque en esta ocasión la túnica era de color púrpura y blanco el cíngulo, mientras que traía los pies entre sedas anudadas. Alexis y Talestris se sentaron en el suelo. El resto seguimos cómodamente en las suavidades del diván.
En las patenas, Alexis había depositado unos aperitivos troceados, tan dulces como excepcionales, más propios de ágape babilónico que de merienda andujareña. Flores de lis, colación de obleas, almíbar de angélica, madroños con miel, cristinas y bienmesabes formaban aquella catarata de gulas. Sobre las copas, Alexis derramó un licor de malvas, según rezaba en una heráldica etiqueta.
El ambiente que en aquella sala se respiraba era de una exquisitez tal, que desde Hastinapura hasta Rapa Nui —supuse— nos estarían envidiando cientos de generaciones.
Las ocurrencias sabias de aquellas mujeres, las sentencias de Alexis, el magisterio de Talestris me transportaban a las ágoras socráticas, a las academias de Platón, donde entre lo divino y lo humano no eran perceptibles las fronteras.

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