El sabor del incienso, 2

31-10-07.
Llevábamos sentados unos minutos sobre el muaré, desgravando las miradas a través de las corcheas, cuando percibí un aroma tan agradable como conocido. Aquel olor era de incienso quemado.
—¿Quién quema incienso? —pregunté, ante la pasividad de Talestris, que estaba ensimismada con Vivaldi.
Pasaron uno segundos hasta que Talestris rompió el silencio.

—Sí, es en el herbolario. El incienso purifica, transmuta alquimia y hace, de la mirra, eternidades.
Luego se levantó y apagó la música, dejando la copa de los brindis sobre la bandeja.
Con un «¡Sígueme!», pasamos a una cámara nieblada, en la que con grandes dificultades de visión, observé una estructura heptagonal. En cada uno de los diedros se levantaba un pebetero salomónico. Del centro de la habitación colgaba una especie de botafumeiro en forma de salamandra. De aquel recipiente emanaba una bruma espesa que Talestris disipó al cerrar su tapadera.
Cuando se fueron los humos, comprobé que aquel bello habitáculo no tenía asientos. En su lugar, una docena de mullidos cojines, sobre el suelo, invitaban al relax.
Hasta cuarenta y nueve olíbanos diferentes (siempre eran allí cabalísticas las matemáticas) contenían los cofres de madera o especieros que se alzaban sobre los pebeteros.
Alce, dedalera, reina de la noche, lirio de los valles, acerolo, clavo, sasafrás, menta verde, ojo de faisán, efedra, manzano de la India, borrachera de culebra, ruda de la Siria y así, hasta el incienso que completaba el medio centenar.
—¿Qué aroma deseas percibir? —me preguntó Talestris.
—Me es indiferente —le respondí—. Yo sólo conozco el incienso de los sacristanes y la alhucema que mi abuela quemaba en las noches de invierno.
Abrió uno de los cofres, destapó un perfumador, lo espolvoreó… y al instante, sentí deseos de sentarme sobre aquellos almohadones.
La sensación que experimenté me es difícil de relatar. Y lo es, porque, parafraseando a Bertolt Brecht, os podía decir que «Es hermoso mecerse en el árbol, más no os mezáis jamás arrodillados». Y yo me mecí, no ya arrodillado, sino que me columpié a ras de suelo, clavado en la voluptuosidad de los mundos oníricos.
Desde aquel abismo, vi cómo una vestal se desprendía de su túnica, dejándome contemplar, desde todos los ángulos posibles, las espirales de su hermosura. No podía levantarme. Aquella figura bajó a los infiernos, su cuerpo cayó sobre mi cuerpo y, con un ritmo pausado, de lacerante lentitud, cabalgamos desde Orión a las Pléyades, bucleando los espacios. Aquella mujer se convirtió en diosa de seis brazos, en sirena indómita, en amazona insaciable de mis desmayadas lujurias.
Era dulce caminar a través de las brumas, entre estrellas rojas, ríos de carbón y lunas derretidas. Sucedieron las primaveras a los otoños y, cuando llegaba la tiritaña de los inviernos, aparecían por el horizonte cercano dos muslos de alabastro, como peces, como pájaros, que diseñaban en mi sangre la verticalidad que precede a los surtidores.
Dos cisnes, escapados de su estanque, mordían hambrientos y al unísono, mis labios. Dos tridentes, nacidos entre las yedras de sus brazos, dibujaban sobre el mapa de mi piel, los ríos que afluyen a los mares amarillos. La lluvia sedosa y salvaje de su pelo azabachado, ebria de orgías, arrasaba en vendaval como bayaderas de danzas macabras. Bebí del sudor de la mirra entre volutas de incienso, mientras en el malecón de los silbos, brotaron manantiales para el vértigo. Recorrimos como serpientes todas las rendijas que crearon los almohadones; medimos todas las espirales y asimetrías de nuestros cuerpos; y volví a recordar, insaciable, aquella madrugada en las aguas del pantano, cuando a Maya le nacieron burbujas en los labios y estrellas en el pelo.
Aquella piel, que ahora me pertenecía, abundaba en las suavidades de Maya, en el sabor de Maya, en el perfume de Maya. Si aquella noche, en las aguas verdes, me había recordado aquellos versos de “Ella va por el espejo y yo me quedo a solas”, ahora, en la laxitud de la batalla, como si de un reencuentro se tratase, oí entre aquellas paredes una estrofa mágica de Amado Nervo:
¿En qué cuento te leí?
¿En qué sueño te soñé?
¿En qué planeta te vi,
antes de mirarte aquí?
«Antes de mirarte aquí… antes de mirarte aquí», fueron las palabras últimas que recuerdo sobre el sopor deleitoso en que me hundí.
Me debí quedar profundamente dormido porque, cuando desperté, oculto entre los edredones, noté que el aire de aquella habitación era limpio, azul y puro; a la vez que pude comprobar, con cierta inquietud, que Talestris no estaba ya a mi costado.
Al incorporarme, pude observar que aquella diaconisa del Cáliz de Cristal había apagado el pebetero, que la salamandra estaba dormida y que el cofrecillo, con cuyo contenido me había convertido en Dante, estaba abierto, pudiendo asegurar, por una etiqueta interior, que se trataba de beleño negro.
Me vestí con desgana, empujé la puerta de aquel crematorio y vi que hasta mí se acercaba aquel hombre, que la tarde anterior me había recibido tras la mirilla con un «¡Ave!».
Sin que mediara pregunta alguna por mi parte me dijo:
—Talestris está en clase. Si deseas un baño, sígueme.
Y así lo hice, tras indicarme dónde podía desprenderme de tan penetrantes perfumes y profundas modorras.
Pensé que aquel aseo debería ser para transeúntes, porque su estoicismo no estaba a la altura del resto del inmueble, incluso carecía de espejo y de perfumes. Una jabonera y un frasco de agua de rosas eran todos los aditivos del entorno.
Cuando salí de aquel baño para cartujos, el siempre atento recadero se aproximó hasta mí, ceremoniosamente, y alargándome una nota en papel color sepia, me despidió muy diplomáticamente con un «¡Ave…, hasta mañana!»; a lo que yo respondí, algo molesto por la ausencia de Talestris, con un «¡Adiós, que es como Dios manda!».
Bajando las escaleras, leí la nota: «Te esperamos mañana a la misma hora», y firmaba Talestris. Curiosamente vi que la mayúscula estaba impresa y diseñada de un modo extraño y raro: Era como un caballito de mar, cuyo vientre estuviera atravesado por una daga.
Al llegar al dintel del edificio, casi en los últimos peldaños de la escalera, me crucé con tres mujeres jóvenes que portaban libros en las manos y, con un «¡Ave!» por saludo, me dieron la pista de que el Cáliz de Cristal no era un lugar para solitarios y anacoretas. Aquellas féminas tenían un porte especial, unas maneras distintas, unas enigmáticas sonrisas, un perfume extraño, desconocido y agradable.

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