Descripción y sexo

19-01-2008.
«Era un hostal de nombre regio como corresponde al lugar donde se ubica en Aranjuez. Érase situado tras una derecha y una calleja, sospechosas ambas. Un luminoso, encendido a medias, indicaba lo que bien pudiera ser La cueva de Belén, El castillo de los moros o El cubil del Buscón quevediano.

Traspasar valientemente su umbral para encontrarse de frente con un rostro cadavérico de sonrisa ausente, boca engañosa y mano temblorosa y delincuente.
Su voz cavernosa sólo nos dijo:
—La 33.
El ascensor estaba huido. Las baldosas crujían siniestramente bajo el pie. Tres plantas, tres. El mal gusto en la decoración se lo habían ahorrado y con él la decoración. La llave, primero, parecía querer violar la cerradura; luego, con levantar un poco la puerta a pulso y empujarla de lado, apoyar la punta del pie en sus bajos y encomendarse a los dioses con tres tacos pensantes ‑todo esto a una‑ abre, por fin, la descolorida puerta.
Pero, ¡ojo! Se abría a intervalos, como si chocara adrede con las aristas de las baldosas sobresalientes del irregular suelo, y con un ruidillo lastimero de sus goznes que intentaban musicar una obligada bienvenida».
Oye, esto está muy bien. ¿Quién lo escribe? Es una descripción muy imaginativa, rítmica, provocativa. ¡Martíneeez!, ¿quién firma este trabajo?
—No sé. Viene sin nombre, pero ahora mismo me entero, jefe.
«Había dos camas como para tres personas, estrechas y cortas cual catres militares, con justitas colchas agujereadas por cigarrillos conscientes o inconscientes, pero desilusionados sin duda.
Férrea la cabecera y la no cabecera, con una dureza que podría calificarse de notable-alto. Frente a los pies de la cama, como asustando, había un cuadro infinito con su marco raído, roído, reído y ruido; y dentro, prisionero, un otoñal paisaje amarillento como sin duda los dedos fumadores de su autor, con unos troncos de árboles muertos que, provocadores de aquelarres, invitaban al desasosiego espiritual».
—¡Martínez! Su autor merece la beca. Escribe de forma interesante y rica en matices. Anote el nombre de este muchachoy comuníquele que es seleccionado para completar su formación en nuestra Fundación. Tiene madera. Al chico se le nota técnica. Escucha:
«La ventana, al fondo, estaba defendida por una cortina de lienzo descolorido, vestida de corto, de las de tirón y tente tiesa, que impedía ver la urbana y gris cara de la calle. Había que hacer un cursillo de cerrajería ratera para lograr entrar y salir del cuarto de baño.
Abrir, por fin, y chocar tus narices con la cortinilla plástica de la media bañera era todo uno. A la derecha, un anciano vaso ya caducado, que tenía debajo un mutilado lavabo con dos toallitas de hospital y una luz cansada y aburrida.
El inodoro rijoso sobrecogía el ánimo. La cisterna tenía incorporada como una sirena de bomberos con tubo de escape recortado. El papel higiénico, asustado, se había escapado.
La ducha parecía reciclada con desechos de tubos de diálisis (aunque en aquella época, cuando la idearon, sólo existía la piedra) y se enroscaba como serpiente en tiempos de muda. No echaba agua: escupíala.
Un espejo tiñoso te miraba y se reía burlón. El ventanuco de 10 x 10 seguro que se abría cuando lo pusieron en tiempos de Maura…
Bastó un cruce de miradas.
Dos enamorados ingenuos abandonan aquel lugar con ganas de olvidarlo por siempre jamás, amén Jesús».
—¡Ya lo tengo, jefe! Pero no es autor, es autora. Una tal Mercedes Pérez, 18 años, de la aldea de Santa Ana.
—Bien. Los valores no tienen sexo. Esta joven, sea quien sea, la presentamos al Consejo. Vale.

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