de honor de magestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles ya que no doradas!
[…]
¡Oh siempre gloriosa patria mía,
tanto por plumas cuanto por espadas!”.
Luis de Góngora
Este pueblo, que ves sin coronadas
torres ni excelsamente amurallado,
es mi pueblo. De la cumbre de un collado
emerge entre un tumulto de encinadas.
No hubo fecundas plumas afamadas
que cantaran en verso arromanzado
majestades que nunca han habitado
en sus humildes casas encaladas.
Ni tuvo señorío con espadas
ni caballeros con blasón bordado;
su gran río no es más que un sueño helado
de sedientas sequías calcinadas.
Como barco sin velas ni ensenadas,
el pueblo flota en el olvido anclado;
su futuro parece un asustado
pordiosero que esquiva las miradas.
Y hay quien ve deambular las madrugadas
sombras como surgidas del pasado
que aún buscan su futuro enajenado
en el silencio de las alboradas.
La fiesta es su virtud más obstinada;
aunque en algún corrillo callejero
dicen que la zancadilla al pionero
emprendedor está más apreciada.
Contémplalo dormir en la posada
del tiempo: No parece desgraciado
ni tampoco feliz, aposentado
entre el borde del todo y de la nada.
Mas suelen señorearlo en primavera
la solemne cigüeña peregrina,
el vuelo de la tierna golondrina
y el vertical del águila cimera;
el verde de la grácil vinagrera,
el rudo cardo de acerada espina,
la peguntosa jara en la colina,
y la crespa y rizada esparraguera;
la tórtola y el ave perdiguera,
la paloma, torcaz y pueblerina,
el trino del gorrión en cada esquina,
y la liebre en su parca madriguera;
el patio con su parra o su palmera,
el rojo de la hermosa clavellina,
la grácil campánula chiquinina
y el ficus señorial en rinconera;
la nerviosa abubilla aventurera,
la inquieta lagartija repentina,
la oropéndola, audaz y vespertina,
y la urraca, coliancha pendenciera;
el jaramago de húmeda ribera,
la nudosa retama puntifina,
la amapola, florete o espadina,
de los trigos ardiente compañera;
el buitre y la garza culebrera,
los lagartillos con su piel verdina,
el cuclillo, traidor de su vecina,
la avutarda y la grulla bellotera.
El sol calienta fuerte en las chumberas,
en los lirios del agua y la glicinia,
hasta que, sudoroso, se reclina
para dar sombra al valle y sus praderas.
Y cuando, perfumada aguamarina,
la tarde inunda el campo en ventolera
de aromas y colores que pudiera
enloquecer el alma campesina,
una brisa, serena serpentina,
adormece la luz, que, placentera,
se acurruca en la copa de una higuera,
en la hoja de un olivo o de una encina.
El campo duerme. Y el silencio lleva
remansillos de paz a la retama
que, al alba, gritará con voz en llama:
“¡Villanueva, despierta, Villanueva!”.
24-10-03.
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